viernes, 9 de noviembre de 2007

El conflicto mediático

(Orlando Villalobos) En los últimos años, los medios masivos –periódicos, canales de TV y emisoras de radio- se han colocado en el centro o epicentro del conflicto político venezolano. Desde los medios, y desde luego en programas específicos, se postulan ideas y contenidos de clara militancia o interés político. Durante un buen tiempo el usuario de los medios ha presenciado como se ha hecho algo común que se imponga un enfoque sesgado a la hora de informar, como algunos moderadores de programas de TV actúan con impunidad y exagerada discrecionalidad en la interpretación de la noticia. Acomodan los hechos a sus particulares deseos, dejando de lado la ponderación y el equilibrio.
El hecho más grave que se conoce en Venezuela ha sido la desinformación a la que el país fue sometido desde los sucesos del jueves 11 de abril de 2002, en la tarde, que se usaron como justificación para desconocer la Constitución, hasta la madrugada del domingo 13 de abril. Se produjo un apagón mediático.
Como una justificación del golpe de Estado de abril se convirtieron en juez y parte; se desbocaron. Guardaron un silencio inaudito en un momento crucial y “construyeron” su propia verdad mediática y la impusieron, aunque sea por un rato.
Una evidencia de lo deliberado del comportamiento de los medios se encuentra en el editorial de uno de sus más excelsos voceros, El Nacional. Este diario, el 13 de abril de 2002, validó el golpe de Estado, que en ese momento estaba en marcha: “Ha hecho bien el nuevo presidente Pedro Carmona Estanga en prescindir, de un plumazo, de estos esperpentos institucionales, devaluados ética y moralmente por la escasa gallardía con que sus representantes ejercieron el cargo”.
En ese comportamiento de los medios hay más de un problema de fondo, porque los parámetros éticos y profesionales del periodismo se han dejado de lado. En nombre de un propósito político se busca justificar la utilización arbitraria del poderío de la tribuna mediática. De tal manera que se ha impuesto una jerigonza antiperiodística que olvida o deja lado definiciones clásicas del periodismo.
Resumiremos varias de esas manifestaciones.
1. Se ha impuesto lo que el periodista inglés Gideon Lichfield (2002) denomina la declarocracia, con eso quiere decir que, “las noticias no son lo que hay de nuevo, sino lo que haya dicho alguien importante, aunque esa persona o cualquier otra ya lo hubiera dicho, sin importar, realmente, si es verdad o no”. En el contexto venezolano eso significa que si lo dice el presidente del organismo empresarial –Fedecámaras- es noticia, no importa que sea verdad o no, que haya ocurrido lo que dice o que simplemente sea una opinión propia.
2. Se hace un uso irregular de las fuentes (Antillano, 2002). Se le da validación automática a la fuentes coincidentes y se dejan de lado las otras, las que disienten. No se verifican los datos o informaciones obtenidas, y en consecuencia se le da paso al chisme interesado o al vulgar rumor.
3. Se confunde, deliberadamente, opinión con información. Como esos campos se yuxtaponen, entonces se incurre en excesos de opinión en la información que se presenta. La noticia que se entrega es un editorial.
4. Aplicación de un concepto de objetividad que está ligado a la interpretación interesada de la noticia. Esa noción de objetividad resulta acomodaticia, por cuanto a ese periodismo “no le interesan los hechos, le interesa tener razón” (Antillano, 2002).
Interesadamente se busca refugio en una visión que hace una separación mecánica entre sujeto y objeto, entre objetividad y subjetividad; favorece un punto de vista parcial, dicotómico, en cierto sentido insuficiente, porque no toma en cuenta la complejidad, ni las distintas variables que forman parte de un hecho o fenómeno. Simplemente hace una reducción de cada problema, buena o mala, afirmativa o negativa, pro o contra.
Para superar tanta chatura, y parcialidad interesada, se requiere asumir el periodismo y la comunicación, como un ejercicio complejo, que puede aportar en la búsqueda de la verdad. Eso no tiene nada que ver con maniqueísmos, posiciones preestablecidas y verdades que se buscan imponer de antemano para favorecer una visión de los hechos. Eso no tiene nada que ver con el acostumbrado programa televisivo, mañanero o noctámbulo, donde un perdonavidas de ocasión, juez y parte, atrincherado en su reducto de simplismos, moralina y frases hechas, sin rubor deja colar su intención y preferencia, muestra sus prejuicios y fanatismos.
Un comportamiento con las características antes señaladas ha derivado hacia un resultado poco halagador: los medios abandonaron el medio, dejaron de ser fuentes de mediación, y se han instalado en el centro del conflicto político, dicho de otro modo los medios son parte del conflicto. Desde la tribuna mediática se juzga y se sanciona, se fabrican medias verdades, se atiza la rivalidad, se condiciona la agenda pública. Para proceder de este modo se emplea la excusa de que los medios son atacados, es decir, simplemente actúan en defensa propia. Con ese alegato se ha pretendido justificar el comportamiento por lo menos discutible de actuar en muchos casos en cadena nacional para la transmisión de mensajes de dudoso contenido democrático, como por ejemplo, colocar en pantalla, en horario estelar, a un representante militar llamando a la movilización de los cuarteles.
La idea no es proponer que los medios actúen de manera neutral, aséptica. Eso seguramente no es posible hoy en Venezuela, ni en ningún otro lugar. Lo que se sugiere es que se asuma la comunicación masiva como la posibilidad de expresión y desarrollo de voces plurales, diversas y democráticas. Los medios tienen consagrada la opción de mostrar sus perspectivas editoriales, e incluso de mostrarse partidarios de posturas políticas, pero al mismo tiempo pueden y deben favorecer la expresión de una cultura política que propicie la diversidad, la democracia y la cultura de paz.

ANTILLANO, Pablo (2002) “Entre el arsénico y la cicuta”. Diario El Nacional, papel literario. 6.07.2002. p. 1.

LICHFIELD, Gideon (2002). “La noticia convertida en registro de lo que dicen los poderosos”. Diario El Nacional, 3.09.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Del estilo y otras pasiones terrenales

(Orlando Villalobos) Se aprende haciendo. Conozco la receta. Cuando nadie me había facultado como periodista, ni me había pasado por la cabeza que un día terminaría emborronando cuartillas hasta desfallecer, y que ese sería mi pane lucrando, me aparecí en la sala de redacción de un periódico, preguntando por la persona que pudiera decidir publicar mis primeras letras.
La sala era pequeña. Se escribía en pesadas máquinas de escribir y habría a lo sumo dos o tres redactores y un ocupadísimo jefe de redacción, el inefable Cruz Echenique, quien apenas mostró cortesía para recibir mi osadía. No me miró a la cara, pero cuatro o cinco días después, mi nombre se inflamó de tinta, a 14 puntos, en las letras más hermosas que alguna vez haya visto. Recorrí hasta el cansancio, con profunda emoción, aquellas líneas, como si se tratara de la noticia de una herencia.
Entendí la publicación como una declaración pública de amor. Me di por aludido y desde entonces casi semanalmente, con regularidad de artesano, acudía a la cita. Me presentaba a la redacción con un texto. Nadie me esperaba, pero aquello era para mi un compromiso impostergable, una palabra empeñada. Me publicaron varias docenas de artículos, pero produje muchos más. Una buena dosis completó las papeleras, seguramente, sin que nadie se apiadara de las horas que había dedicado a juntar oraciones. Cuando abría las páginas del periódico y allí estaba el escrito, ¡aleluya! era como si hubiera metido un gol, pero demasiadas veces me tocó esperar en vano. Los días se sucedían y nada, el milagro no llegaba. Ahora que hago memoria de aquellos afortunados días, me planteo un balance y el resultado es favorable.
Así, como por arte de magia, la opinión empezó a fluir y un día Echenique rompió con su indiferencia y me obsequió un verdadero regalo. Dijo: “es buena tu prosa” o algo por el estilo. De puro escucharlo quedé paralizado. Sus palabras me resultaron divinas. ¿Acaso se podía escuchar tanto? ¿Había lugar para la infinita bondad?
Mi empeño terco nunca se asustó, ni siquiera cuando no hubo tiempo para atender el tesoro que consideraba llevaba en mis alforjas.
Años después, cuando el rumbo de los días me llevó a las aguas procelosas del periodismo, ya me sabía la lección. Mis ilusiones periodísticas cabalgaban sobre una base empírica cierta. Casi era un experimentado. De tanto probar suerte como articulista, ya sabía ponerle sustantivos y emociones a las palabras.
De modo que cuando alguien me habló del estilo periodístico ya tenía comprado el boleto en ese tren, sin saberlo. Desde luego, la teoría completó el horizonte y le sacó filo a las ambiciones. Hice conciencia de lo que la porfiada ilusión, de escritor novel, me había regalado.
Por eso, cuando oigo hablar del estilo literario o periodístico comprendo que ése es un laberinto, que se aprende a recorrer a fuerza de intentarlo, dejándose seducir por los atributos, de esta tentación terrenal de aprender a moldear el pensamiento en tinta y papel. Ningún maestro, ni ningún libro, puede enseñar lo que el propio interesado devela, con paciencia y corazón, absorto en la soledad de su intento, embelesado en la maravilla de cada palabra que logra hilvanar.
A escribir aprende el que quiere, pero primero tiene que intentarlo, batirse con el demonio de la incertidumbre, y hacerlo armado hasta los dientes con una fuerza de voluntad a toda prueba y esa prueba tiene demasiados nombres: comodidad, indiferencia, desdén, traición, inconsecuencia, en fin.
El estilo no es una propiedad que se transmite, sino un don que se aprende, se moldea, a fuerza de intentarlo y de vivirlo. Si algo, si fuera el caso, se puede agradecer a un maestro es que haya ayudado a develar esa música que uno lleva por dentro, que lo acompaña a todas partes, y que no sabe como hacer para que encuentre su ideal y bendita expresión.
Ese maestro, por cierto, puede ser el más humilde, de repente el menos denso, ese no es el caso, porque su mérito está en que enseñe el método de la búsqueda, confiando en las propias fuerzas y en el talento. Cuando Albert Camus recibió el Nobel de Literatura, en l957, envió una carta a quien fuera su maestro en su infancia, en donde plantea que los esfuerzos del Sr. Germain, “su trabajo, y el corazón generoso que usted puso en ello, todavía vive en uno de sus pequeños alumnos”.
El estilo, en resumidas palabras, es uno mismo. Es esa convicción que nos permite ser auténticos siempre, en cualquier circunstancia, y no dejarnos arrastrar por la tentación, que anda suelta y nace en cualquier rincón.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Ilusión montevideana


(Orlando Villalobos) Montevideo. La ciudad es como una novela de Juan Carlos Onneti. Lo cotidiano se mezcla con la memoria histórica y despierta la imaginación. El pasado es una referencia sólida. Artigas, Lavallejas, Benedetti, Galeano, los Tupamaros, Felisberto Hernández, Florencio Sánchez, y su más grande juglar: Alfredo Zitarrosa.
En medio de su trepidante brisa gélida, la avenida 18 de Julio abre sus comercios, cafés y lo más rotundamente curioso: el número sorprendente de librerías que se multiplican de calle en calle. Allí ofrecen las últimas novedades, los libros que redescubren las actas tupamaras y los momentos gloriosos y trágicos del riesgo clandestino en la época de la dictadura militar, que no dejaba respiro; recuperan el brillo de los libros usados, que de nuevo ganan protagonismo; y proponen largas veladas con café, mate y vino, hasta las 22 horas.
La memoria sigue viva de muchas maneras. Es parte del alma montevideana. En esta placa se anuncia que aquí en este boliche se presentaron el dúo Gardel-Razzano; aquella otra, frente a la Universidad de la República, explica que desde allí salió la desafiante juventud universitaria en una marcha contra la dictadura, “una mañana de sol radiante”.
Montevideo es extrañamente urbano y amablemente pobre. Las edificaciones muestran una arquitectura que delata tiempos mejores, ahora la pátina del tiempo no perdona. Falta mantenimiento y pintura, pero sigue en pie todo lo que se levantó a pulso. No en vano ésta fue “la Suiza de América”.
Sin una gota de petróleo, Uruguay llegó a conseguir un índice de desarrollo que dejó atrás a buena parte de América Latina. En 1915 aprobó una legislación del trabajo avanzada, que incluía las ocho horas diarias de labor. En las décadas del 20 y del 30, del siglo XX, había logrado expandir la educación y cultura. La educación secundaria era la meta. Apuntalándose en la ganadería y en una incipiente industrialización, Uruguay se ufanaba del crecimiento de su clase media y de contar con una democracia sólida. A esa grandeza se unieron dos campeonatos mundiales de fútbol (1930 y 1950) y dos campeonatos olímpicos (1924 y 1928).
Pero esa prosperidad sucumbió a partir de la crisis de finales de los años 50. Los cambios en la economía internacional, en especial la formación del Mercado Común Europeo (1957) y la sustitución de la hegemonía británica por la estadounidense, dejó a las producciones exportables uruguayas a la deriva. Su tradicional mercado europeo se cerraba a sus carnes. Comenzaba el estancamiento y la disminución del ingreso.
Después, para completar el círculo de adversidades, llegó ese tenebroso periodo de dictadura militar (1974-1985), que terminó de desbaratar al orgulloso Uruguay.
Por eso hoy el montevideano muestra aquellos aires de grandeza; aunque trata de asimilarlo, todavía muchos no se han dado cuenta del descenso y por eso es demasiadas veces prepotente. Dependen del peso de la tradición y la costumbre. Pero esa prepotencia le impide ver con más claridad el presente de dificultades y todo eso deviene en decepción y pesimismo.
“Aquí no producimos nada”, dice el señor de una tienda que insiste en mostrar ropa made in Argentina. “Esto se mantiene igual y no mejora”. Una señora de unos cincuenta años o menos me explica que en Uruguay la gente de su edad ya no puede aspirar a nada y que la mayoría de los muchachos se van del país tan pronto pueden. En los cafés se habla del “Departamento 20”, para hacer referencia a los casi tres millones de uruguayos que viven en el exterior, número muy cercano a los tres millones de uruguayos que relata el censo oficial.
El contraste es evidente. Esa infraestructura urbana que debería renovar las ganas del orgullo uruguayo se desmaya ante el tamaño del pesimismo que anda suelto por la calle. El liderazgo del presidente Tabaré Vásquez pudiera y debiera ser el comienzo de una historia diferente. Como ha dicho Tabaré, “con la utopía en el corazón y los pies en la tierra”.

Amores y desventuras de Maracaibo


(Orlando Villalobos) La mala noticia saltó de un lado a otro. “El Olonés ya cruzó la boca del lago”, espació el rumor y cada quien salió a ponerse en resguardo del temible pirata francés Francisco Juan Daniel Nau, conocido como L’ Olonnais, o El Olonés a lo maracucho.
Cuenta la leyenda que el aventurero se apareció con siete barcos y 440 hombres, que barrieron literalmente con la mercancía y el vino que encontraron en los almacenes. Luego prosiguieron a Gilbraltar, donde sumaron nuevos saqueos y crueldades, pese a la infructuosa oposición del gobernador de Mérida, quien pagó con su vida el intento de defenderse.
Sucedió de ese modo porque desde sus días de aldea de casas vacilantes, provisorias y perdidas, mucha antes de que don Ambrosio Alfínger y Alonso Pacheco desmontaran de la odisea conquistadora, esta villa, pueblo o ciudad ha tenido su suerte colgando de lo que pasa en el inmenso lago que cabalga sobre sus costas.
No por casualidad los primeros españoles que llegaron dijeron: “este es el sitio, aquí se queda Maracaibo”, siguiendo la senda ya trazada por la población indígena que estaba en el lugar, justo entre el lago y la montaña, entre el Caribe y los Andes.
El lago era la vía natural que urgían para ir y venir y adentrarse en tierra firme hacia el norte y hacia el sur.
Esta condición convirtió a la naciente ciudad en un puerto estratégico, para el tránsito del transporte de la colonia; un punto de fácil acceso a las Antillas, al Caribe y a este pedazo del mundo.
A mediados del siglo XVIII y durante el XIX el cálculo había rendido sus frutos. El puerto de Maracaibo había adquirido protagonismo. Desde sus muelles salía la producción que bajaba de las sabanas de Carora y toda la producción agrícola y ganadera de las tierras ribereñas. Por aquí pasaban los productos que venían de Pamplona y de los campos y ciudades más cercanos a la cuenca del lago.
Hasta bien entrado el siglo XX la página no había terminado de dar la vuelta. Maracaibo continuó siendo una ciudad que dependía del puerto para moverse. El intercambio comercial portuario constituía su base económica, condicionado por la facilidad del transporte más accesible: el lacustre. La vida gravitaba alrededor del puerto, de la producción agrícola que allí descargaban las piraguas, del mercado que creció a sus alrededores y de los ferrys que unían a la costa oriental y occidental del lago.
Esto permitió que el suelo zuliano se distinguiera del resto de las otras Venezuelas de la época. Aquí había una sostenida actividad de exportación y de importación; los productos iban y venían y con ellos los libros, las ideas y la prensa europea.
Pero un buen día llegó la hora triste de la despedida. El lago, el puerto y la ciudad dejaron de aventurar juntos. Maracaibo se extendió por los cuatro costados, pero empezó a hacerlo de espaldas al lago.
El viento cambió de dirección. La ciudad-puerto empezó a desvanecerse cuando Juan Vicente Gómez trazó una estructura de carreteras que enlazaban a los Andes con el centro de Venezuela. El transporte empezó a ser otro. Llegaron la Machiques-Colón y otras vías, y ya las piraguas dejaron de tener el valor de antes. El puerto quedó para las importaciones. En el país se impuso la cultura del supermercado y desaparecieron los mercados tradicionales.
Según la explicación del arquitecto Pedro Romero dos factores resultaron cruciales en el desencuentro de la ciudad y su puerto. Primero, el proceso de renovación urbana de los años 70, donde hubo una definición de políticas de intervención del área central de Maracaibo que trazó otras arterias principales, la avenida Libertador por ejemplo, la cual cortó la integración del caso central con el puerto.
El otro hecho es el Paseo del Lago, aunque suene contradictorio. Este se construyó con el propósito de vincular la ciudad al lago, pero en realidad tuvo un efecto contrario, en lugar de integrar terminó siendo un elemento separador. Se creó para el uso exclusivo de la recreación y entonces para ir para allá hay que tomar esa decisión, hay que apartar un tiempo especial. Antes, en cambio, la costa de El Milagro formaba parte de la vida cotidiana.
Ahora, en estos días de nuevo milenio, una interrogante anda buscando respuesta. ¿Podrá recuperarse el contacto perdido entre la ciudad y el puerto? Si usted tiene una respuesta hágala saber.

Maracaibo, amor y odio


(Orlando Villalobos) Según su majestad Manuel Rosales[1] el Zulia despega como un polo de desarrollo. La Alcaldía de Maracaibo también es muy categórica, ésta es “la primera ciudad de Venezuela”. El marketing político impone lemas y levanta un imaginario de bondades y promesas.
La realidad de la calle, en cambio, muestra las facetas que no se divulgan en los grandes medios masivos, pero que cada quien conoce y padece. Más allá de la publicidad interesada, Maracaibo es una ciudad inconclusa, improvisada e informal.
En medio de la ciudad formal cohabita el mundo informal que apenas asoman las cifras frías, insípidas y anónimas. Hay una ciudad formal que se inmola en el mall y transita por 5 de Julio, Las Delicias y Bella Vista, tiene acceso a la educación, aprovecha la planificación urbana, sueña con volar a Miami y con pudor habla de tú y reserva el uso del vos para las sesiones con los panas.
Al lado de ese arrebato de formalidad se cuela la Maracaibo sin servicios públicos, con ranchos que se asoman por todas partes, con poca o nula infraestructura, con escuelas que no saben de Internet, con camiones y volteos que hacen las veces de “aseo urbano”, con un transporte público en el que se atropella y se humilla la dignidad humana.
Como esta crónica tiene sus líneas contadas, déjeme decirle que el drama es cierto si piensa que lo informal predomina y no es sólo un accidente. La lógica se tuerce si observa que las políticas públicas no calman la sed, ni impiden la multiplicación de los ranchos, ni generan ciudadanía. En lugar de ciudadanos tenemos consumidores, en el mejor de los casos, y carenciados o sobrevivientes.
En esta contemporaneidad marabina de hoy se produce una explosión de lo que con pedantería llamaré “asentamientos urbanos precarios”, que surgen con la misma rapidez con la que se construyen “conjuntos urbanos cerrados”. Hay una explosión de la informalidad laboral y cada día crece el número de vendedores en las esquinas. El vecino tiende a ser un extraño y la inseguridad tiene distintos nombres y amenazas: secuestro express, vacuna, asalto y robo. Nadie en su sano juicio se detiene en un semáforo de noche sin mirar para los lados.
En fin, la ciudad muestra sus cifras en rojo, aunque sean maquilladas a conveniencia, en los programas de TV. El reto que tenemos es inmenso, para levantar verdaderas opciones de cambio y no dejar que nos arrastren los prejucios aprendidos en la escuela y repetidos por las señoras y los políticos de oficio. No es poca cosa lo que tenemos por delante. Nos queda repetir con el mexicano Juan Rulfo: “hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza”.
Notas
[1] Gobernador del estado Zulia

Maracaibo en la tarde


(Orlando Villalobos) A las tres de la tarde Maracaibo expone sus pretensiones al sol. Se bate en medio del sopor canicular. Lucha, palpita, sube y baja, sin pedir ni dar cuartel.
A esa hora cualquiera sueña con encontrarse con Sandra Bullock, justo en la plaza Baralt, para saber que existe y convencerse que no se trata de otro truco de Hollywood. Cualquiera piensa en disfrutar de la oportunidad de invitar a Laura Esquivel a tomarse un agua de coco, por los lados de la plaza de toros, para preguntarle cómo hace para atrapar a tantos lectores, con esa literatura mágica que nos ha regalado. Cualquiera busca la ocasión para escaparse de este trópico, plagado de tentaciones, de la mano de Gal Costa o de María Bethania y de sus canciones, por supuesto.
Quejas aparte, habría que reconocer que esta es tierra liberada para la imaginación. No por casualidad aquí tejieron su obra Ismael Urdaneta y Udón Pérez, encontró inspiración Manuel Trujillo Durán para poner en movimiento las primeras imágenes. Si la referencia no fuera un poquito lejana tendríamos que decir con el poeta Valera Mora, “por aquí pasó Benny Moré y le prendió candela a Los Beatles”.
En realidad, siempre me ha fascinado la pequeña historia de aquellos músicos que en los años 50, 60 y 70 pasaron por Maracaibo, dejando huellas y cenizas ardientes. Ñico Saquito, el de “María Cristina me quiere gobernar”, que vivió como ocho años aquí. “Chocolate” Armenteros, cuando no tenía nombre. Víctor Paz, uno de los trompetistas de la legendaria orquesta de Pérez Prado. Y hasta Ricardo Montaner, cuando simplemente “mataba tigres”. Esa crónica queda pendiente.
Lo cierto es que Maracaibo se presta. Dice la leyenda que aquí Domingo Alberto Rangel dio el discurso de fundación del MIR, en los sesenta. Que Fruto Vivas mostraba sus utopías, cuando le pasaban factura por sus preferencias políticas y hasta su nombre era motivo de disputas. Que Ibrahim López García fascinaba a los alumnos en sus clases, en la Facultad de Ingeniería, disertando sobre trompos, cúpulas y vuelos. Que Alí Primera, en los ochenta, se postuló como candidato a diputado y andaba por Haticos, Corito, San Jacinto y El Bajo buscando oídos receptivos para su relato de pueblo. Que Carlos Fuentes estuvo en Humanidades explicando los motivos de su “Gringo viejo”. Que Juan Luis Guerra juró que no se iba de la ciudad sin saber como eran Las Pulgas y cumplió su palabra.
A pesar de ciertos fundamentalismos de moda, por acá circulan vientos de transición y de muchas maneras suena el discurso que habla de renovar al liderazgo, desde las regiones. Hoy por hoy, este es un buen laboratorio para medir los alcances de esa corriente que busca acercar al elector con el gobernante elegido, por todas las aguas que se han agitado, desde diciembre de l993 a esta parte. Solo que la búsqueda lleva su tiempo, porque se trata de ir probando y de ir observando a quienes se les corre el maquillaje. O dicho entre nosotros, no saben, ni pueden, ir más allá de las consignas.
Desde luego, la crónica sería inconsecuente si no mostrara todas las aristas. Si no dijera que el transporte público exhibe los mejores atuendos tercermundistas. No se respetan paradas. La tarifa es la más cara del país. El usuario es vejado. Y una novedad, en algunas rutas son llevados en camiones de carga. Aquí Steven Spielberg encontraría ideales locaciones si observara como “colectores” y pasajeros van colgando de las ventanas y costados de buses.
Una extraña manía de los marabinos merece reseñarse: el casi nulo interés por la limpieza de los espacios públicos. Los depósitos reservados para los desperdicios prácticamente no se usan. A ningún conductor avisado se le ocurre situarse al lado de los autobuses en marcha, pues desde su interior lanzan conchas, papeles y latas de refresco. La costumbre se extiende hasta los vehículos particulares. Tantos años de educación, por lo visto, no enseñan de ambiente, ecología y temas afines.
De todas maneras, copiando el lenguaje promocional que emplea Corpoturismo, tenemos que decir que Maracaibo es una ciudad para vivir y morir. Para vivir de su voseo particular, inédito y motivo de orgullo; para saborear su desenfado y la capacidad retrechera de su gente; y para morir en una cola, en La Limpia, a las tres de la tarde, con el carro recalentado y con los otros choferes recordándote a tus seres queridos.

Palo de Brasil

(Orlando Villalobos) El contraste brasileño es desgarrador e inhumano. En Porto Alegre, las empedradas calles del centro son limpias, cuidadas y conservan el regusto por la tradición. El mercado tiene el aroma de la hierba recién cortada. Cerca de allí, en Sao Leopoldo, los estudiantes se refugian en la pradera verde del campo de la universidad para decir: “pra saber tem que viver”.
En las calles de Río de Janeiro, la indigencia pugna por hacerse visible, hasta para el más distraído. Hay la ciudad que suma puntos para el atractivo turístico. Copacabana, el Maracaná, Pan de Azúcar y el Cristo que mira desde el cerro del Corcovado. La otra es la ciudad precaria, desahuciada, improvisada.
El orgullo brasileño de la letra de Chico Buarque, que se nutre de sus raíces paulistas, pernambucanas y bahianas, se fractura ante la postal de favelas de cartón y zinc que rodean al aeropuerto de Guarulhos, en Sao Paulo, y ante el océano de favelas de la periferia paulista.
Desigualdad y urbanismo, pobreza extrema y modernidad se conjugan en el mismo escenario. El albur del azar aproxima las asimetrías y las contracorrientes.
Ser de izquierda en Brasil es tomarse el permiso de mirar ese mundo con ojos de comprensión y de rabia. En palabras de Frei Betto es considerar la desigualdad como una aberración que debe ser erradicada; es actuar por principios y no por intereses.
Por eso desde finales de la década de los 80 el río trae la música de la inconformidad. La primera manifestación visible fue la victoria del Partido de los Trabajadores en Sao Paulo, con Luisa Erundina, en 1989. Como gesto emblemático Luisa le regaló a los paulistas la designación de Paulo Freire, como secretario municipal de educación. Decía Paulo que "la mejor manera de pensar, es pensar en la práctica", por eso insistió en “pedagogizar el mundo” y construir convivencia en medio del conflicto.
Aunque Luisa perdió con la derecha en 1993 mostró formas políticas diferentes. Surgieron el presupuesto participativo, las cooperativas de los recuperadores de materiales reciclables y las cooperativas de vivienda, de los sin techo.
El crecimiento del voto del PT a principios de los 90 explica los resultados que llegaron después para Lula y para la izquierda brasileña. Se respiraba otra posibilidad y el Brasil de los de abajo vio en Lula una opción a la mano.
A partir del triunfo del PT, en 2002, la historia comenzó a moverse pero con exagerada timidez. Lula innovó con los planes sociales: “Pobreza cero”, “Bolsa de familia”, “Luz para todos”, pero se ha cuidado de no escarbar en los privilegios de los privilegiados. Su peor pecado: se desvinculó de los movimientos sociales. Los Sin Tierra lo ven como “uno de los nuestros” que se ha olvidado de la asignatura pendiente: levantar otro Brasil posible.
Leonardo Boff, autor intelectual del cambio, le ha escrito a Lula para recordarle que el poder es la mayor tentación humana, porque crea la sensación de la omnipotencia divina. Por eso, si se queda en el vigor destructivo fracasa. “Sólo la ternura limita el poder, haciendo que él sea benéfico (…) El equilibrio entre ternura y vigor hizo que los grandes fuesen grandes”.
Pero cualquiera se equivoca si piensa que puede descubrir el alma de un país desde las líneas gruesas y recargadas de la política. Para comprender lo brasileño hay que detenerse en la música que se improvisa en Ipanema, en las noches de Campos de Jordao o en el barrio Liberdade de Sao Paulo, a sorbos de caipirinha y de la caña de Campos de Piracicaba.
Lo que no se explica desde el discurso grandilocuente se exprime, gota a gota, desde las letras de Gal Costa, María Rita y Clara Nunes; los clásicos populares, Elis Regina, Gilberto Gil, María Bethania y Caetano Veloso; y el arrebato de Ivete Sangalo y Daniela Mercury.
Lo que no se conoce en la televisión se aprende en las conversaciones con un taxista o con los estudiantes de la Universidad do Vale do Sinos que todo lo explican con la jerga del fútbol. En la versión del Brasil de la religión del fútbol el país se descalabra cuando la selección no puede ganar o la vida gana protagonismo cuando en Porto Alegre Gremio y el Internacional se baten a duelo, en la grama del estadio; o cuando un equipo de Porto Alegre juega contra el Fluminense de los cariocas o contra cualquier equipo de Sao Paulo.
El Brasil de la desigualdad grosera alimenta el morral de sus ilusiones, se sacude el letargo de la injusticia, agita las consignas del cambio social y se abraza a las caderas de la chica de Ipanema, “la cosa más linda/ que yo he visto pasar”.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Maracaibo, un lugar en el mundo


(Orlando Villalobos) Vivimos tiempos de rápidas transiciones. Las anécdotas del pasado, de la ciudad, se asemejan a aquellas escenas fílmicas en las cuales aparece María Félix dejándose convencer por Pedro Almendáriz.
Sin embargo, son fotografías que no se marchitan ni se arrugan. Usted no las tiene siempre presente pero, llegado el momento, las recupera inmediatamente, porque están registradas en la memoria o en el disco duro, para decirlo con términos muy en boga.
Lo malo y criticable del asunto es la facilidad con que dichas imágenes se dejan de lado o simplemente se borran.
En un afán por dejarle el camino libre a la quincalla de las novedades, se pretende pasar por encima de nuestra historia sencilla, cotidiana, “personal e intransferible”, como acuñó Silvio Rodríguez.
El protagonismo se reserva para el fast food. Lo urgente le gana la partida a lo importante. La arquitectura petrolera se queda sin defensores. No queda ni un recuerdo para el hotel Granada. Las casas representantivas de Maracaibo, con sus gárgolas, cornizas, recuadros decorativos y ventanas altas son reproducidas en réplicas artesanales para ofrecérselas a los turistas y visitantes. Abandonadas están: la casa de Pérez Soto, en el Paraíso; las Villas de El Milagro y, en buena parte, la arquitectura del siglo XIX y principios XX del centro de la ciudad. Los cines se transforman en centros religiosos y no en salas de arte y ensayo, como recomienda la más sana lógica.
La restauración del Teatro Baralt y la revalorización del Centro de Arte son sólo la excepción de la regla.
Se pierden los símbolos y se disuelve la memoria. El pasado se oculta entre penas y olvidos. La data de nuestras horas se borra. Este comportamiento termina costando caro, porque transitamos entre “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”, como dice el tango. Particularmente, eso es cierto en esta época de globalización, economía de mercado e inmediatez mediática.
El pasado es el prólogo y el mejor crédito para encarar lo que viene. No es cierto que cada día se parta de cero y de que se puede, por lo tanto, “reinventarse” la ciudad. Tampoco es cierto que “nos estamos jugando a Rosalinda” en cada lance electoral, en cada declaración de candidato a diputado o en la próxima cadena nacional del Presidente. Al contrario, ese día a día de primicias y escándalos termina deslumbrándonos e impidiéndonos ver el bosque y no simplemente los árboles. Es decir, saber de dónde venimos, para dónde vamos, en fin, conocer de qué “madera estamos hechos” y por qué a pesar de tanto petróleo, bauxita, hierro y tanto derroche de talento somos este país portátil, que debate sobre pobreza crítica y pobreza extrema, tratando de encontrar una explicación al drama cotidiano de limitaciones y carencias.
Que se sepa, las mejores opciones del presente tienen sus raíces afincadas en el background personal y colectivo.
Encarar los retos de la contemporaneidad y dejar a un lado el barro del que estamos hechos quizás sea sólo un negocio para cierto capitalismo inclemente y salvaje. Como se dice desde la antigüedad: “para llegar y conseguir las metas deseadas hay que tener un lugar en el mundo”. Para ganar y para perder. Para vivir y morir. Para enamorarse y para despecharse. Para dejar atrás esa amenaza que acosa a la ciudad por los cuatro costados.

Entre tapias y memorias

(Orlando Villalobos) Mérida es un chocolate a las nueve de la noche, en el hotel Park. Es brisa mañanera de centro urbano con olor a manzanilla y voces del campo, que andan soltando su fábula con altivez y orgullo, sin ocultar el acento, ni la coma, ni el desenfado.
Es el “Soto Rosas” un domingo a las once de la mañana, con todos los tambores de la montaña metiendo bulla, para que nadie se quede en casa y venga a ver al “ulita de mi vida”, que hoy no tendrá equipo que pueda con su dribling y su pelota escondida.
Es sazón y razón de un intento de restauración que se propone mantener vivo el testimonio. Es Casa Valeri, justo en la esquina. En Casa Paredes y Hacienda La Victoria. El bulevar de los pintores y un café en el Santa Rosa antes del cine.
Son cuatro películas de Kurosawa y una cadena interminable de cine español en el Sjene.
Es una conversación con Fabiola Bautista, sin principio ni fin, sobre las ruinas de Mucuño y el periplo de los primeros españoles que llegaron y se quedaron maravillados con las acequias que encontraron.
Es la imagen rota de la ciudad. El deterioro del casco urbano con valor histórico y el daño ecológico. Sus monumentos históricos: casas, plazas y fachadas que esperan reunir defensores.
Es una proclama de Amalia un 23 de enero en la plaza Bolívar. Un volante convocando a la marcha estudiantil. Una caravana con los últimos graduados de Ingeniería, con la inscripción: “Se instalan bombillos”.
Mérida es una discusión en el parque Beethoven sobre las roscas de la ciudad, la biblioteca de don Tulio Febres Cordero y las intenciones del Gobernador. Es el aliño que nos hizo caminar kilómetros, en medio de la neblina, por el puro gusto del desafío.
Es pan y circo ferial. Rumba del sol y alturas. Es la danza del último de los Girón en la plaza.
Es la cuesta interminable de La Mucuy y sus talladores de vida y esperanza. El barro de Aguas Calientes y la cerámica del Museo de Arte Colonial.
Es una conversa sobre la ocurrencia de tal y cual texto, la página que pudimos llenar a fuerza de fabulación, la fotografía que no apareció y el chiste amargo del día, después de haber tecleado largamente en la redacción.
Mérida es este pedazo de papel que guardaremos para que no sufra el rigor de la pátina del tiempo.