domingo, 2 de noviembre de 2008

Entre amigos dice lo que piensa

Entre amigos dice lo que piensa y ante el micrófono lo que resulta políticamente conveniente. Quien lo viera en la lucha contra la dictadura y el neoliberalismo, ahora defendiendo este último con eufemismos como "la entrada a la modernidad" y "la visión de futuro". Su rebeldía le duró hasta que descubrió que tener un puesto de gobierno le hacía sentir bien, y hasta poderoso. "Hay que ser realista", me dice cada tanto para desembarazarse de cualquier examen de consistencia. Y aunque no lo diga, entiende realismo como acomodo, complacencia o a la sumo como opción para introducir cambios mínimos en un orden estructuralmente injusto. De haberse visto como es hoy con sus ojos del pasado, habría dicho que su futuro sería el mejor ejemplo del viejo slogan que celebramos en una película de Scola: hay que hacer que las cosas cambien un poco para que nada cambie demasiado. Entre las nuevas formas de gestión y las tecnologías de la información, encuentra una nueva utopía y se la cree, o hace como que se la cree. No hay otro fundamento para su práctica que su rentabilidad. Podrá movilizar la batería metodológica que aprendió cuando era investigador social: encuestas, focus group, manejo de la opinión pública. Pero solo lo hace para competir en un juego que es propio de la publicidad: dar en el clavo no es plantear una hipótesis de discusión ni verificarla, sino tener una idea que "venda" o una estrategia que triunfe. Como el negociante calvinista, poco a poco el dinero que genera se le va convirtiendo en la evidencia de su buena práctica. Amarrado, como está, a no herir la susceptibilidad de nadie, se desplaza del pensamiento crítico a una tecnocracia ilustrada. Maneja bien los datos del subdesarrollo social, tiene acceso a la información que producen sus pares en otros organismos nacionales e internacionales y a los dudosos datos de gobiernos, y con esos insumos no hace más que escribir catálogos de propuestas sensatas que van a parar al cajón de un ministro o a la documentación de conferencias donde las conclusiones y recomendaciones son como la crónica de un corolario anunciado. Ya no escribe artículos sino documentos de trabajo. Lee cada vez menos teoría y cada vez más documentos oficiales. La cautela la disfraza de prudencia, y maquilla la crítica con apelaciones a la sensibilidad y las buenas intenciones. En los hechos, escribe por encargo: se le encargan los temas y en buena medida los enfoques. No produce conocimiento, sino que lo organiza en torno a propuestas que pasen sin asperezas por el paladar de sus interlocutores: organismos de gobierno, otros organismos internacionales y foros donde hay más protocolo que sustancia. Siempre parece tan razonable, y su elocuencia es capaz de desplegarse en lapsos cada vez más cortos. Ha comprimido el tiempo de la reflexión crítica en el tiempo de una opinión frente a las cámaras. Y así, casi sin darse cuenta, da opiniones sobre todo. Porque se lo consulta acerca de todo, incluso de aquello que probablemente él jamás ha investigado o pensado. Y es tal su hábito de responder, que siempre tiene alguna respuesta frente a cualquier pregunta, y siempre la presenta como si fuese el resultado de una reflexión previa. Y como el hábito hace al monje, él termina creyendo que sabe de todo, cuando en realidad opina de todo, que no es lo mismo. Cierto: son opiniones sensatas, algunas más imaginativas que otras, y que tienen la virtud de seducir al auditorio con brochazos de inteligencia retórica. La cuestión es si esa inteligencia retórica del intelectual de la televisión tiene como fin último la gratificación narcisista del emisor o el estímulo a la reflexión en el auditor.
(Líneas extraidas del artículo: "Los intelectuales latinoamericanos descritos por sus (im) pares, de Martín Hopenhayn. Revista Estudios Públicos Nº 82. 2001. Chile)