viernes, 5 de mayo de 2017

La caída del reino impreso

(Orlando Villalobos Finol)

La comunicación cambia de soportes, pero su esencia continúa siendo la de siempre. Las nuevas tecnologías de la comunicación y la información están sustentadas en dos grandes acervos de la humanidad: la lectura y la escritura.
Remítase a la siguiente prueba: los adictos a Internet, se pasan horas y horas frente al monitor viendo imágenes, pero también leyendo lo que se publica en páginas digitales e intercambiando mensajes con otros usuarios.
Esta comprobación resta trascendencia a la trasnochada idea que habla de las horas contadas que tiene el periodismo. En realidad esa discusión no tiene sentido, ni pertinencia. Como en todo, el tiempo, el implacable, terminará imponiendo la hora del cambio. El ser humano no se detuvo en el papiro y, como ya se está viendo, tampoco se quedará en la tinta y en el papel, como recursos para registrar el tic tac de la cotidianidad.
Lo relevante, y lo que no puede dejar de decirse, es que el periodismo escrito, en papel o en un monitor, seguirá vivo, cumpliendo con su milenario deber de reconstruir y de reflejar la realidad y de propiciar espacios comunes entre los seres humanos.
No obstante, la caída del imperio de Gutenberg no está a la vuelta de la esquina. Eso también tiene que exponerse con toda claridad. Todavía las campanas no están doblando para el papel impreso. Y quizás falten varias generaciones para que esta predicción se concrete. Sigue siendo muy cómodo, y usted que sigue estas líneas lo sabe, llevar un libro o una página de periódico a cualquier rincón.
Estas circunstancias plantean nuevos retos al periodismo. En primer lugar, el concepto de la noticia, acuñado en los viejos manuales académicos, ha cambiado. Ya no tiene sentido la reproducción mecánica de la realidad, porque la televisión, la radio e Internet, dicen primero lo que sucedió. Si antes no pudo, ahora cada vez menos el impreso puede ir contra la instantaneidad de estos medios.
La pirámide invertida, las famosas cinco interrogantes del periodismo objetivo y aquella extravagancia que le dio a la noticia el nombre de “tubazo” se corresponden con otra época, pertenecen al pasado. La mejor noticia no es la que se dice primero, sino la que se dice mejor y sobre todo, la que mejor esté contextualizada. De qué le sirve a usted que haya habido cien muertos en Uzbekistán, si no tiene familia allá, ni sabe dónde queda ese país.
Diarios líderes, como The New York Yimes, saben de esta realidad y echan mano del recurso de oponer el periodismo narrativo a la competencia de los medios electrónicos. Cuando los demás se conformaron con repetir los datos básicos acerca de la tragedia ocurrida en Waco, Texas, que conmovió al mundo, el Times buscó las historias de los protagonistas del suceso, dónde habían comprado la ropa, de dónde venían, cuál era la profesión de cada uno. En fin de cuentas, cuando la gente desembolsilla su dinero para comprar un diario lo hace porque quiere encontrar historias, atractivas y de interés, y no simplemente se conforma con lo que ya sabe que sucedió, porque lo vio en el noticiero de la TV o en las redes virtuales. Muchas personas ven el partido de béisbol en el estadio y al día siguiente buscan el diario –impreso o digital- para leer la crónica de la jugada más discutida o de un momento particular del juego, buscando confirmar sus apreciaciones o para saber cómo lo vio el periodista.
La mutación del periodismo pasa por la reconfiguración de cuatro asuntos esenciales. Primero, el tiempo disponible de la audiencia es menor y está mucho más fraccionado. Internet genera la sensación de rapidez y el usuario o lector va surfeando en medio de datos dispersos que recibe de manera incesante. Antes la información era escasa y el tiempo abundante, ahora la información es abundante y el tiempo es escaso (Mancini, 2011[1]).
Segundo, cambia la audiencia. Antes era más o menos pasiva y algo crítica. Ante era el blanco del mensaje, es decir, uno –el famoso emisor- se dirigía a muchos, la audiencia. Ahora muchos se dirigen a muchos, de manera intensiva, a través de las redes virtuales. Tercero, muta el valor de la información. En una época en la que hay una amateurización masiva de información, en la que cualquiera se siente facultado para decir, opinar y proponer, cobra un nuevo sentido eso que llamamos el valor agregado, que podemos traducir como el contexto de la información. ¿Qué ha cambiado? El texto de la información es una invitación, pero ahora se depende del contexto que se genera desde Internet. “Google es un proveedor de paratextos”, dice Mancini (2011: 68).
Y cuarto, cambian las organizaciones periodísticas. Las redacciones constituían el espacio sagrado. Allí confluían los redactores, escritores, fotógrafos, diseñadores, y se generaba un ambiente de intercambio, amistad y consulta. Ahora los medios electrónicos se mueven en un entorno diferente, en el que se puede “coincidir” sin estar físicamente. Vale para los periódicos, emisoras de radio, canales de televisión, y por supuesto para los medios digitales.
Quizás suene sencillo y hasta obvio, pero no puede dejar de decirse. La palabra escrita tiene, hoy por hoy, sus mejores aliados en el relato –y en el reportaje- y en la crónica de los hechos. El lector de periódicos y medios digitales quiere saber de historias con buena prosa, inteligentes, honestas, verdaderas y profundas. La ventaja comparativa del texto escrito está en la atmósfera que pueda generar, en el tono y en la capacidad para establecer un diálogo íntimo, directo e interpersonal, entre el periodista o escritor y el lector. Ese lenguaje no necesariamente es el mejor, pero es único e insustituible, por eso se siguen leyendo “Don Quijote de la Mancha”, “La Ilíada”, “Cien años de Soledad” y “Canaima”, de Rómulo Gallegos. Por eso siguen vigentes Julio Cortázar y José Saramago.
La visión fragmentaria de la realidad, el título sensacionalista, la última página manchada de sangre, la versión interesada que busca favorecer a los editores, el criterio que privilegia la cantidad en el texto y no su calidad, la fotografía que se ubica para llenar el hueco que queda en la página, son conceptos de la era del “mediosaurio”, condenada a perder influencia, lenta pero irremediablemente, como diría un bolero.




[1] Mancini, Pablo (2011). Hackear el periodismo, Argentina La Crujía Editores

Diferentes y desiguales

(Orlando Villalobos Finol)
Somos diferentes, desiguales, desconectados y desinformados. Algo complejo pues. Esto es Latido-América, América Latina, o la Patria Grande. El neoliberalismo, esa versión del capitalismo salvaje que se nos vino encima, la pasa difícil en esta tierra de gracia. El movimiento popular peronista, chavista, bolivariano, zapatista, brasileño, respira, aspira y muestra una fuerza allí dónde se cocinan las papas, en la movilización de calle, y también a la hora de contar los votos. No siempre se ganan las elecciones pero las corrientes contrahegemónicas siguen allí, acumulando fuerza y pasión. No se avanza por decreto o por pura voluntad, hay atavismos y trabas que impiden un paso sostenido, pero el movimiento de cambio sigue latiendo.
Somos diferentes porque convivimos diversas culturas. Empezando por las culturas indígenas, afrolatinoamericanas; la campesina, la criolla –formada por profesionales, empresarios y funcionarios-, urbana –integrada por los barrios que se han multiplicado- y la burguesía y sus servidores –esa capa de gerentes y altos técnicos de las corporaciones multinacionales, agentes de ONG locales, testaferros y servidores-, en fin.
En el pasado fuimos los pueblos del maíz, la yuca y el frijol, con amplias relaciones sociales comunitarias. Por más de 300 años esta fue una colonia de España, Portugal, Inglaterra y otros colonialistas. Como reconoce el prólogo de la Constitución, somos una sociedad “multiétnica y pluricultural”, que quiere construir un Estado de justicia. Esto significa, en pocas palabras, que respondemos a una diversidad cultural, aunque la leyenda oficializada expone en su quincalla la ideología del mestizaje y nos declara a todos “cafeconleche”, aunque unos con más café y otros con más leche (Trigo, 2004[1]).
¿Todos somos mestizos? La leyenda se va desvaneciendo y se admite y reconoce que somos indígenas, negros, campesinos y diversos.
La ironía de Carlos Monsiváis[2] dice que el mestizaje fue ofrecido en el melodrama, de películas y telenovelas, como un “infelizaje”, al que pertenecían los pobres del barrio, pequeños comerciantes, artesanos, policías y burócratas menores. En el menú melodramático los ricos pertenecen a otro mundo, a veces malvados y otras veces altruistas y salvadores.
En estos predios predomina la desigualdad. Según datos de la Clacso (2010)[3], somos la región más desigual del planeta en términos socioeconómicos, con casi el 40 por ciento de la población viviendo en condiciones de pobreza. Eso quiere decir que no cuentan con lo mínimo necesario para cubrir sus necesidades esenciales.
Son muchos los datos que verifican esta desigualdad. El mundo laboral presenta elevadas tasas de desempleo entre los pobres, las mujeres y los jóvenes. Una buena parte de la población ha sido excluida social y económicamente; política y culturalmente, excluidos pues. Son desigualdades de clase, dicho en la perspectiva marxista. 
Ha habido algunos vaivenes en las cifras de pobreza, en la última década, después de la gestión de gobiernos populares –que algunos prefieren llamar “progresistas”- en algunos países. Sin embargo, parafraseando a Augusto Monterroso, cuando nos despertamos todavía nos encontramos con el dinosaurio.
Esta desigualdad no es natural, es el resultado de tantos años de saqueo de los recursos naturales, de la explotación de la mano de obra y del dominio más descarado. Es el resultado de tantos años de exclusión. No es natural, se construye, con más fuerza a partir de los años 70. Ha sido una acelerada construcción de desigualdad, que comenzó en América Latina, en esos años 70, con las dictaduras de Chile y Argentina. Allí comienza lo que se conoce como la miseria planificada, que se materializa como golpe de Estado, con sus implicaciones políticas y económicas, o como un golpe de mercado, impuesto por grandes corporaciones transnacionales[4]
Es una desigualdad material y simbólica. Los bienes simbólicos son todos esos factores ligados a lo cultural, educativo y comunicacional. En este lado del planeta, esa desigualdad se traduce en desinformación y en esas brechas digitales que demarcan la línea que separa el mundo de los incluidos de los otros, de los que no acceden a las tecnologías actuales de comunicación.
Y la desigualdad se convierte en violencia y conflicto abierto y permanente, bien porque la sociedad sigue un camino ciego, anómico, o porque surgen movimientos y fuerzas de resistencia y de cambio de rumbo.
Son muchos los desconectados. Aquí nos referimos a quienes  se desconectan de la escuela, los beneficios culturales, la información, entendida como bien de primera necesidad; de Internet y de las redes; a quienes se quedan sin la posibilidad de participar del mundo de una inclusión que significa educación, cultura, trabajo, vivienda, hábitat, salud, deporte y recreación. Hay otros desconectados, aquellos que deciden de manera consciente tomar prudente distancia de internet, las redes virtuales y las tecnologías.
Hay un nuevo escenario mediático que se caracteriza por el crecimiento constante de las tecnologías digitales para el uso de la información y la comunicación, y al mismo tiempo por el surgimiento de la brecha digital o simbólica. En América Latina esta brecha se materializa en el acceso desigual a Internet, las redes virtuales y los dispositivos tecnológicos, lo que algunos denominan los servicios info-comunicacionales.
Esta brecha va más allá y también se expresa en las diferencias de habilidades y de usos de la tecnología digital. Por tanto, va más allá de tener una computadora y el acceso a Internet. Para participar de las bondades del mundo digital se requiere mucho más y no solo conseguir conexión con redes; también es preciso querer y saber buscar, seleccionar, procesar y aplicar la información que se consigue o con la que se dispone.
Hay un segmento de personas que participan en redes como Facebook, Twiiter e Instagram que muestran un dominio precario del idioma, les cuesta construir una frase con sentido y no digamos que gramaticalmente bien construida. Son personas con pobreza lexical, con un dominio reducido de palabras, un universo cultural estrecho, en consecuencia, por mucho que se asomen a estas ventanas o redes virtuales poco pueden comunicar y menos interpretar de lo realmente útil que por allí se muestra o circula. En eso también se expresan las brechas digitales y la desconexión.
Con mucho acierto Néstor García Canclini[5], dice que somos diferentes, desiguales, desconectados, muestra los mapas de la interculturalidad y nos da pistas para aproximarnos a lo que somos.
Ahora, en este tránsito del mundo digital, ¿qué tenemos en común? La lengua, la historia, el territorio y la posibilidad de generar una comunicación que nos una y aproxime.
Necesitamos pensarnos como diferentes, desiguales y desconectados, para conocer los caminos y veredas que transitamos, pero también para ensayar rutas y prácticas transformadoras. En el mundo de la globalización depredadora no somos solos diferentes o solos desconectados. Estas modalidades se complementan.
Más que una sociedad de la información necesitamos levantarnos como una comunidad con disposición y capacidad de deliberación, con la sabiduría suficiente para seguir la ruta del buen vivir o del vivir bien. Y sobre todo necesitamos tomar nota de lo que recomienda Boaventura de Sousa Santos, “afirmar sin ser cómplices y criticar sin desertar”.



[1] Trigo, Pedro (2004). La cultura del barrio, Caracas, Fundación Centro Gumilla-UCAB.
[2] Monsiváis, Carlos. (2009). Pedro Infante. Las leyes del querer, México, Aguilar.

[3] Di Virgilio, María, Otero María y Boniolo, Paula (2010). Pobreza y desigualdad en América Latina y el Caribe, Buenos Aires, Clacso.
[4] Carta Abierta N° 23. La degradación de la democracia, disponible en https://www.pagina12.com.ar/35071-la-degradacion-de-la-democracia. (Consulta: 2017, mayo 2)
[5] García Canclini, Néstor (2004). Diferentes, desiguales y desconectados. Mapas de la interculturalidad, Argentina, Gedisa