miércoles, 14 de noviembre de 2018

Maracuchos


(Orlando Villalobos)

El término ciudadanía tiene sentido y razón cuando se entiende como antónimo de clientela y, en el caso de los medios masivos, de pendejo internauta, o televidente.
Ciudadanía tiene un contenido que la emparenta con derechos, tejido social solidario, inclusión social y justicia, pueblo en movimiento y pensamiento descolonial.
Ser ciudadano también quiere decir “ser de una ciudad”, solo que en su mejor definición, aquella que nos conecta con un territorio que se convierte en nuestro lugar en el mundo. No deja de ser llamativo que en la medida en que apareció el neoliberalismo, con pretensiones arrasadoras, el discurso modificó sus marcas y se empezó a hablar de “ciudadano del mundo”; lo local, comunitario y del barrio eran ya un asunto para el olvido. No exactamente somos ciudadanos del mundo, somos ciudadanos de una ciudad que habita el mundo. Parece lo mismo pero no es.
Antes de que existieran los Estados-nación, incluso hasta mediados del siglo XIX, el gentilicio de una persona se lo otorgaba el suelo donde había nacido. Había caraqueños, cabimeros, guayaneses y maracaiberos. Los alemanes que llegaron aquí, con las casas comerciales del siglo XIX, se identificaban de acuerdo con sus ciudades de origen; decían que eran de Hamburgo o de Berlín. Todavía no se habían inventado los países o significaban muy poco. 
Ahora que el proyecto de recuperación del centro de Maracaibo, ya comenzó, deja de ser una quimera y se convierte en objetivo fundamental, vale recordar que parte sustancial de ese proceso está en retomar los contenidos simbólicos de la experiencia colectiva. Sólo así se puede recuperar la identidad y la memoria colectiva de lo que somos, y podremos –que así sea- reconocernos en el patrimonio cultural, histórico, social que nos pertenece.
Avanzar en la recuperación del centro de Maracaibo conlleva una larga, compleja y exigente tarea de reorganizar los mercados, de rehabilitación física; de recuperar monumentos, edificaciones y sitios históricos, de preservación y de nuevos usos del espacio público del casco central de la ciudad. 
Ese eje de recuperación y rehabilitación arquitectónica es una de las claves, pero no la única. La arquitectura pesa pero quizás más los símbolos que sobre la ciudad construyen sus propios moradores. Así fue siempre.
La ciudad es un hecho físico y espacial, pero al mismo tiempo, es un hecho cultural, social e histórico; es el fruto de una creación colectiva. 
El Estado-gobierno a veces mete la mano, recupera una edificación o espacio, pero luego la deja a la deriva. Se hace una inversión pero no se hace seguimiento del uso que se le da. Es el caso de la emblemática calle Carabobo, recuperada a medias y luego dejada a su suerte. Se recuperó para la evocación pero no ha habido organismos que hayan hecho seguimiento del uso.
Aquí tropezamos o chocamos con dos palabras válidas para lo que hablamos: evocar y usar, que ayudan a entender cómo se define y resuelve la relación entre ciudadanía y ciudad. Al menos cómo se resuelve desde la óptica de la comunicación. Evocar como sinónimo de traer algo a la imaginación o a la memoria. Se evoca o recuerda cuando se hace referencia a acontecimientos, personajes y mitos; los lugares, calles, colores y olores. Se evoca cuando echamos mano de las fabulaciones que siguen sueltas en historias, leyendas y rumores. Son los relatos urbanos, o simplemente los relatos, que explican y sazonan nuestro lugar en el mundo, desde el territorio al que pertenecemos. Eso sí sabiendo que el territorio no es solo algo físico, es también extensión mental y espiritual –en su connotación humana-; es también el relato callejero. En eso concuerdo con Armando Silva (Imaginarios Urbanos. Bogotá y Sao Paulo: cultura y comunicación urbana en América Latina, 1992).
Esa evocación de lo que somos –y de lo que podemos- está en las crónicas narradas en las gaitas, que nos recuerdan que “así es Maracaibo… marginada y sin un real”, o “qué más le puede pasar, que ya no le haya pasado”. Está en la leyenda de sus personajes, unos más citados que otros: Jesús Enrique Lossada, Udón Pérez, Manuel Trujillo Durán, fotógrafo y cineasta fundador; Kuruvinda o Régulo Díaz, el gran cronista de siempre; “el monumental de la gaita”, Ricardo Aguirre, ese Gardel que tenemos en Maracaibo que rebasa límites y prejuicios oficiales, Julio Árraga Morales y Manuel Puchi Fonseca, que como me explicó Edgar Petit, son los pilares fundadores de la pintura zuliana; Y tantos otros. 
Pero no es solo evocar, como ya dijimos, es también el uso y disfrute de los espacios. Usar es trazar rutas, ir a los sitios, visitar zonas de la ciudad con alguna frecuencia, estar allí; usarlos, cuidarlos y preservarlos. Es lo que hacemos cuando recorremos los mercados, plazas y lugares. A veces no lo pensamos, ni lo decimos, pero tenemos nuestro propio mapa de la ciudad o croquis urbano. Muchos van a Las Pulgas “porque allí es más barato”, o les quedó esa ruta trazada por sus padres, tíos o abuelos para comprar pero también para recorrer.
El uso que le podamos dar a ese centro de Maracaibo, dándole vida a las valiosas edificaciones que allí están, repoblándolo, haciendo que vuelva el bullicio, dándole espacio al turismo, con hoteles, posadas y restaurantes; recuperando la imagen del espacio que se puede visitar y disfrutar, todo eso es clave para una recuperación, rehabilitación y revalorización verdadera. Se puede. Querer es poder.

Claves para degustar nuestro Mezclaje[1]



(Orlando Villalobos)

I
Este Mezclaje (César Chirinos, Fundarte, Caracas, 1987) viene a constituir la encarnación de la forma de ser y del discurrir de esta época. La encarnación de este tiempo verdadero y humano, espontáneo, retrechero, generoso y lleno de limitaciones. La representación de este mundo de factura maracucha.
         Una obra de pasajes fugaces, con personajes que van y vienen, acechados por la cotidianidad, que cocinan sus desventuras en el tráfago demoledor de la inercia, y aquí hallamos una arista que sobresale en cualquier comentario que pueda hacerse sobre esta novela: su fragmentariedad.
         Recientemente, alrededor de este tipo de trabajo, se han abonado diversos argumentos. Se ha llegado a hablar de una supuesta crisis de nuestra narrativa. José Ignacio Cabrujas, en un artículo muy comentado, expuso la crítica ante lo que denominó “los laberintos narrativos”; y Pedro Berroeta dijo que nuestros poetas y escritores abusan de un lenguaje crítico, cerrado, condenado a no ser vanguardia de nada.
         La preocupación es comprensible, pero el problema es menos simple de lo que se cree, porque fíjese bien, ¿acaso no vivimos tiempos cambiantes y móviles? Que se sepa ningún escritor vive encerrado en una campana neumática, como para no vivir el pálpito, las esperanzas y desilusiones de una sociedad en transición como la nuestra.
         Cabalgamos los segundos de este “siglo de la transición”, como profetizara Fernando Pessoa. Una época de desafíos, indagaciones, de nuevos lenguajes, en donde lo natural y posible es que la tinta de este tiempo deje su huella en la poesía, en la narrativa y en cualquier otro quehacer humano. Así, con su carga de hoy: fugacidad, urgencias que no terminan de ser tales, desgarradoras rupturas, negaciones que quieren ser nobles, búsqueda constante, gusto por el reinicio.
         Mucha de esa carga vivencial, referencial, de esa fuerza del tiempo de hoy, encuentra su lugar en Mezclaje. Es este un fresco de la pluralidad de significados que somos. Un mosaico de nuestra conformación étnica, cultural e ideológica. “Polisemia de nuestro caos Caribe”, como señalara alguna vez César Chirinos, su autor. Una diversidad de fuentes de conocimiento. Muestra de variado matices: “Hablaba el broken english, el antillano español, el papiamento curazaleño, el wayúu, el inglés de boxeadores y beisboleros, el alemán de ferretería… el francés de las madeimoselle de barco y el vos que posee a los caídos y desarraigados” (p. 27). Una comunidad que es muestra activa y viva de ritmos distintos. Una representación de muchas oralidades. Con distintos orígenes: negro, wayúu, barí, añú. De leyendas guardadas en la memoria. Ciudad puerto que sabe que el barco no viene. Que depende de los dones ancestrales del agua. Que guarda sus ideas “en la percusión de nuestros tambores” (p. 84). Que relaciona el tam tam de los chimbangueles “con el trueno, el relámpago, el canto del gallo, el bú bú del barco, el pito de la fábrica”.

         II
         En este Mezclaje las palabras fluyen unas tras otras, sin detenerse, sin dar campo a la respiración, como la lluvia que cae sin preguntarse cómo, ni cuándo. Palabras que se suceden, sin principio ni fin.
         En esta obra de César Chirinos hay un poco de lo que dijera Octavio Paz en un ensayo, el poeta “para mantener una precaria unidad entre el hombre y el mundo, nombra las cosas con imágenes, ritmos, símbolos y comparaciones… El poeta es la conciencia de las palabras, es decir, la nostalgia de la realidad real de las cosas"[2]. Aquí las palabras se atropellan para buscar su propio peso, su configuración y su espacio. Quizás por esa circunstancia, a veces la lectura de Mezclaje se nos traba y tenemos que sacudirnos, para no terminar embriagados por la palabra. Por ratos, el lenguaje se hace de difícil comprensión y el camino de la lectura se vuelve penoso. No obstante, en beneficio de César Chirinos tenemos que acotar, que él permite que el mundo se diga a sí mismo, con su propia fabla y de esta manera facilita, lo que Paz llama “la precaria unidad entre el hombre y su mundo”. Y para tejer ese enlace, Chirinos se vale de las palabras que le sirven de vaso comunicante. En esta dirección, él permite que la vida haga su propio registro, teniendo a veces que inventar palabras para que ese cometido se cumpla. Aunque quizás a veces las invente para aumentar las dudas y cavilaciones del lector.
         Esa habla viene dada por personajes sonámbulos, hijos de la noche, jugadores de gallo y de lotería, funambulescos, atormentados, esperanzados, que discurren del mercado al botiquín y de allí al pueblo o al país. Resulta curioso, por ejemplo, que Uyón Vivas, desde su rincón prostibulario, moviendo el hielo de su ron con el dedo, saca cuentas, calcula, discute, anuncia la lectura de su mundo; un mundo que para los demás es casi o completamente imaginario, pero que para él existe, con sus personas de carne y hueso, sus animales, sus fantasmas, sus recuerdos.
         Y así vemos desfilar al propio autor, protagonizando sus angustias; Juan de Dios, Príamo Oñate, la Anadeadora y demás mujeres que hacen vida en el bar. A Honelia, la que después de graduada se quedó dando clases en la misma aula en la que estudiaba y ahora la invade el remolino de la duda y el inasible drama de la mujer libre que no termina de encontrarse. Ellos son los personajes –aquí no están todos enumerados- que sabiéndolo o no, escriben y reescriben cada día la historia personal. Algunos la escriben apoyándose en la “poesía crítica botiquinera” (p. 38); historia “escrita a mano, más con instrumentos de cirugía intuitiva que herramientas aristotélicas. Hoja suelta, sangre suelta, pasión suelta, inspiración suelta, ebriedad suelta” (p. 38).
         Tragedia suelta como la Príamo Oñate, el rookie de la temible “bola de tenedor” que se quedó esperando, para que los demás dijeran, “vean quién va ahí… la última bola de tenedor que nos va quedando” (p. 60). Y mire que es una tragedia ajena y cercana, porque cuántos rookies ha visto usted vagar, “cuesta abajo en la rodada”, como dice el tango. Este Príamo –y permítame el flashback- me trajo a la memoria, a aquel primera base bajito, flaco casi hasta la transparencia, que jugaba para Cardenales de Lara, que si mi erudición beisbolera no me falla, estuvo antes con el Pastora. Pues ese primera base las atrapaba todas y cuando más hacía falta se aparecía con un jit salvador. A ese, que en mis días infantiles, yo daba por descontado que terminaría paseándose por los estadios de las Grandes Ligas; un día, para mi tristeza, lo encontré por ahí, alcohólico, desamparado, flotando en sus fantasmas de súper pelotero.

         III
         Más que seguirle la huella a algún personaje citadino, el autor de Mezclaje tiende la mirada sobre la ciudad. Busca en su intimidad, examina sus tentaciones, palpa la textura de las emociones.
         La ciudad no es vista simplemente como un hábitat, como un espacio para las andanzas rutinarias. Ni mucho menos es observada a través de un cristal dócil, simplificador del entorno. En contrapartida, a cualquier intento que se remita a la situación eventual o anecdótica, aquí se apuesta a un encuadre sugerente y develador de la trama citadina. Un lenguaje que busca atrapar las ondulaciones de cada movimiento de la ciudad.
         En este Mezclaje, Maracaibo está allí, navegando en su ritmo, empeñándose en atemperar las duras tensiones del tiempo. Más que un hábitat, entonces, es un medio fecundo para estimular profundas relaciones e interrelaciones entre su gente.
         Empleando las palabras del autor, podemos decir que en Mezclaje la ciudad es vista “en las expresiones turbias, los ángulos torcidos, los claroscuros y los colores cenizos” (p. 40); es vista “en la interpretación irónica que Regne Ojeda -¿Ender Cepeda?- y Legna Añep -¿Angel Peña?- hacen de la arquitectura, el paisaje y los personajes citadinos” (p. 40). 

IV
         “El teatro de la vida es un monstruo de mil cabezas” (p. 112). Precisamente lo que justifica y valida a Mezclaje, es ese intento por adentrarse en la senda abigarrada y confusa, en los vericuetos sin regreso, en tantas situaciones absurdas que cotidianamente mueven los hilos de la ciudad. Es allí, en esa arena movediza, en donde Mezclaje gana su interés; deriva el toque singular que la pone a salvo de cierta narrativa insípida y vacía.
         Mezclaje se nutre de la teatralidad de la vida. Aunque a César Chirinos le parezca simplista el viejo aforismo de que “cada cabeza es un mundo”, no puede evitar que cada personaje conviva con sus nostalgias, se hable a sí mismo, haga una lectura del mundo, a partir de las propias convicciones y percepciones, es decir, no puede evitar que cada quien vea el mundo a su manera. Esa es la bondad y verdad de Mezclaje. Esta es la fuerza secreta que le permite sobrevivir al silencio.



[1] Publicado en la revista En Ristre N° 2, septiembre-noviembre de 1991.
[2] Paz, Octavio. Conjunciones y disyunciones, p. 115.