jueves, 1 de noviembre de 2007

Maracaibo, un lugar en el mundo


(Orlando Villalobos) Vivimos tiempos de rápidas transiciones. Las anécdotas del pasado, de la ciudad, se asemejan a aquellas escenas fílmicas en las cuales aparece María Félix dejándose convencer por Pedro Almendáriz.
Sin embargo, son fotografías que no se marchitan ni se arrugan. Usted no las tiene siempre presente pero, llegado el momento, las recupera inmediatamente, porque están registradas en la memoria o en el disco duro, para decirlo con términos muy en boga.
Lo malo y criticable del asunto es la facilidad con que dichas imágenes se dejan de lado o simplemente se borran.
En un afán por dejarle el camino libre a la quincalla de las novedades, se pretende pasar por encima de nuestra historia sencilla, cotidiana, “personal e intransferible”, como acuñó Silvio Rodríguez.
El protagonismo se reserva para el fast food. Lo urgente le gana la partida a lo importante. La arquitectura petrolera se queda sin defensores. No queda ni un recuerdo para el hotel Granada. Las casas representantivas de Maracaibo, con sus gárgolas, cornizas, recuadros decorativos y ventanas altas son reproducidas en réplicas artesanales para ofrecérselas a los turistas y visitantes. Abandonadas están: la casa de Pérez Soto, en el Paraíso; las Villas de El Milagro y, en buena parte, la arquitectura del siglo XIX y principios XX del centro de la ciudad. Los cines se transforman en centros religiosos y no en salas de arte y ensayo, como recomienda la más sana lógica.
La restauración del Teatro Baralt y la revalorización del Centro de Arte son sólo la excepción de la regla.
Se pierden los símbolos y se disuelve la memoria. El pasado se oculta entre penas y olvidos. La data de nuestras horas se borra. Este comportamiento termina costando caro, porque transitamos entre “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”, como dice el tango. Particularmente, eso es cierto en esta época de globalización, economía de mercado e inmediatez mediática.
El pasado es el prólogo y el mejor crédito para encarar lo que viene. No es cierto que cada día se parta de cero y de que se puede, por lo tanto, “reinventarse” la ciudad. Tampoco es cierto que “nos estamos jugando a Rosalinda” en cada lance electoral, en cada declaración de candidato a diputado o en la próxima cadena nacional del Presidente. Al contrario, ese día a día de primicias y escándalos termina deslumbrándonos e impidiéndonos ver el bosque y no simplemente los árboles. Es decir, saber de dónde venimos, para dónde vamos, en fin, conocer de qué “madera estamos hechos” y por qué a pesar de tanto petróleo, bauxita, hierro y tanto derroche de talento somos este país portátil, que debate sobre pobreza crítica y pobreza extrema, tratando de encontrar una explicación al drama cotidiano de limitaciones y carencias.
Que se sepa, las mejores opciones del presente tienen sus raíces afincadas en el background personal y colectivo.
Encarar los retos de la contemporaneidad y dejar a un lado el barro del que estamos hechos quizás sea sólo un negocio para cierto capitalismo inclemente y salvaje. Como se dice desde la antigüedad: “para llegar y conseguir las metas deseadas hay que tener un lugar en el mundo”. Para ganar y para perder. Para vivir y morir. Para enamorarse y para despecharse. Para dejar atrás esa amenaza que acosa a la ciudad por los cuatro costados.

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