(Orlando
Villalobos)
I
Este Mezclaje (César
Chirinos, Fundarte, Caracas, 1987) viene a constituir la encarnación de la
forma de ser y del discurrir de esta época. La encarnación de este tiempo
verdadero y humano, espontáneo, retrechero, generoso y lleno de limitaciones.
La representación de este mundo de factura maracucha.
Una
obra de pasajes fugaces, con personajes que van y vienen, acechados por la
cotidianidad, que cocinan sus desventuras en el tráfago demoledor de la
inercia, y aquí hallamos una arista que sobresale en cualquier comentario que
pueda hacerse sobre esta novela: su fragmentariedad.
Recientemente,
alrededor de este tipo de trabajo, se han abonado diversos argumentos. Se ha
llegado a hablar de una supuesta crisis de nuestra narrativa. José Ignacio
Cabrujas, en un artículo muy comentado, expuso la crítica ante lo que denominó
“los laberintos narrativos”; y Pedro Berroeta dijo que nuestros poetas y
escritores abusan de un lenguaje crítico, cerrado, condenado a no ser
vanguardia de nada.
La
preocupación es comprensible, pero el problema es menos simple de lo que se
cree, porque fíjese bien, ¿acaso no vivimos tiempos cambiantes y móviles? Que
se sepa ningún escritor vive encerrado en una campana neumática, como para no
vivir el pálpito, las esperanzas y desilusiones de una sociedad en transición
como la nuestra.
Cabalgamos
los segundos de este “siglo de la transición”, como profetizara Fernando
Pessoa. Una época de desafíos, indagaciones, de nuevos lenguajes, en donde lo
natural y posible es que la tinta de este tiempo deje su huella en la poesía,
en la narrativa y en cualquier otro quehacer humano. Así, con su carga de hoy:
fugacidad, urgencias que no terminan de ser tales, desgarradoras rupturas,
negaciones que quieren ser nobles, búsqueda constante, gusto por el reinicio.
Mucha
de esa carga vivencial, referencial, de esa fuerza del tiempo de hoy, encuentra
su lugar en Mezclaje. Es este un fresco de la pluralidad de significados que
somos. Un mosaico de nuestra conformación étnica, cultural e ideológica.
“Polisemia de nuestro caos Caribe”, como señalara alguna vez César Chirinos, su
autor. Una diversidad de fuentes de conocimiento. Muestra de variado matices:
“Hablaba el broken english, el antillano español, el papiamento curazaleño, el
wayúu, el inglés de boxeadores y beisboleros, el alemán de ferretería… el
francés de las madeimoselle de barco y el vos que posee a los caídos y
desarraigados” (p. 27). Una comunidad que es muestra activa y viva de ritmos
distintos. Una representación de muchas oralidades. Con distintos orígenes:
negro, wayúu, barí, añú. De leyendas guardadas en la memoria. Ciudad puerto que
sabe que el barco no viene. Que depende de los dones ancestrales del agua. Que
guarda sus ideas “en la percusión de nuestros tambores” (p. 84). Que relaciona
el tam tam de los chimbangueles “con el trueno, el relámpago, el canto del
gallo, el bú bú del barco, el pito de la fábrica”.
II
En
este Mezclaje las palabras fluyen unas tras otras, sin detenerse, sin dar campo
a la respiración, como la lluvia que cae sin preguntarse cómo, ni cuándo.
Palabras que se suceden, sin principio ni fin.
En
esta obra de César Chirinos hay un poco de lo que dijera Octavio Paz en un
ensayo, el poeta “para mantener una precaria unidad entre el hombre y el mundo,
nombra las cosas con imágenes, ritmos, símbolos y comparaciones… El poeta es la
conciencia de las palabras, es decir, la nostalgia de la realidad real de las
cosas"[2].
Aquí las palabras se atropellan para buscar su propio peso, su configuración y
su espacio. Quizás por esa circunstancia, a veces la lectura de Mezclaje se nos
traba y tenemos que sacudirnos, para no terminar embriagados por la palabra.
Por ratos, el lenguaje se hace de difícil comprensión y el camino de la lectura
se vuelve penoso. No obstante, en beneficio de César Chirinos tenemos que
acotar, que él permite que el mundo se diga a sí mismo, con su propia fabla y
de esta manera facilita, lo que Paz llama “la precaria unidad entre el hombre y
su mundo”. Y para tejer ese enlace, Chirinos se vale de las palabras que le
sirven de vaso comunicante. En esta dirección, él permite que la vida haga su
propio registro, teniendo a veces que inventar palabras para que ese cometido
se cumpla. Aunque quizás a veces las invente para aumentar las dudas y
cavilaciones del lector.
Esa
habla viene dada por personajes sonámbulos, hijos de la noche, jugadores de
gallo y de lotería, funambulescos, atormentados, esperanzados, que discurren
del mercado al botiquín y de allí al pueblo o al país. Resulta curioso, por
ejemplo, que Uyón Vivas, desde su rincón prostibulario, moviendo el hielo de su
ron con el dedo, saca cuentas, calcula, discute, anuncia la lectura de su
mundo; un mundo que para los demás es casi o completamente imaginario, pero que
para él existe, con sus personas de carne y hueso, sus animales, sus fantasmas,
sus recuerdos.
Y
así vemos desfilar al propio autor, protagonizando sus angustias; Juan de Dios,
Príamo Oñate, la Anadeadora y demás mujeres que hacen vida en el bar. A
Honelia, la que después de graduada se quedó dando clases en la misma aula en
la que estudiaba y ahora la invade el remolino de la duda y el inasible drama
de la mujer libre que no termina de encontrarse. Ellos son los personajes –aquí
no están todos enumerados- que sabiéndolo o no, escriben y reescriben cada día
la historia personal. Algunos la escriben apoyándose en la “poesía crítica
botiquinera” (p. 38); historia “escrita a mano, más con instrumentos de cirugía
intuitiva que herramientas aristotélicas. Hoja suelta, sangre suelta, pasión
suelta, inspiración suelta, ebriedad suelta” (p. 38).
Tragedia
suelta como la Príamo Oñate, el rookie de
la temible “bola de tenedor” que se quedó esperando, para que los demás
dijeran, “vean quién va ahí… la última bola de tenedor que nos va quedando” (p.
60). Y mire que es una tragedia ajena y cercana, porque cuántos rookies ha visto usted vagar, “cuesta
abajo en la rodada”, como dice el tango. Este Príamo –y permítame el flashback- me trajo a la memoria, a
aquel primera base bajito, flaco casi hasta la transparencia, que jugaba para Cardenales
de Lara, que si mi erudición beisbolera no me falla, estuvo antes con el
Pastora. Pues ese primera base las atrapaba todas y cuando más hacía falta se
aparecía con un jit salvador. A ese,
que en mis días infantiles, yo daba por descontado que terminaría paseándose
por los estadios de las Grandes Ligas; un día, para mi tristeza, lo encontré
por ahí, alcohólico, desamparado, flotando en sus fantasmas de súper pelotero.
III
Más
que seguirle la huella a algún personaje citadino, el autor de Mezclaje tiende
la mirada sobre la ciudad. Busca en su intimidad, examina sus tentaciones,
palpa la textura de las emociones.
La
ciudad no es vista simplemente como un hábitat, como un espacio para las
andanzas rutinarias. Ni mucho menos es observada a través de un cristal dócil,
simplificador del entorno. En contrapartida, a cualquier intento que se remita
a la situación eventual o anecdótica, aquí se apuesta a un encuadre sugerente y
develador de la trama citadina. Un lenguaje que busca atrapar las ondulaciones
de cada movimiento de la ciudad.
En
este Mezclaje, Maracaibo está allí, navegando en su ritmo, empeñándose en
atemperar las duras tensiones del tiempo. Más que un hábitat, entonces, es un
medio fecundo para estimular profundas relaciones e interrelaciones entre su
gente.
Empleando
las palabras del autor, podemos decir que en Mezclaje la ciudad es vista “en
las expresiones turbias, los ángulos torcidos, los claroscuros y los colores
cenizos” (p. 40); es vista “en la interpretación irónica que Regne Ojeda
-¿Ender Cepeda?- y Legna Añep -¿Angel Peña?- hacen de la arquitectura, el
paisaje y los personajes citadinos” (p. 40).
“El
teatro de la vida es un monstruo de mil cabezas” (p. 112). Precisamente lo que
justifica y valida a Mezclaje, es ese intento por adentrarse en la senda
abigarrada y confusa, en los vericuetos sin regreso, en tantas situaciones
absurdas que cotidianamente mueven los hilos de la ciudad. Es allí, en esa
arena movediza, en donde Mezclaje gana su interés; deriva el toque singular que
la pone a salvo de cierta narrativa insípida y vacía.
Mezclaje
se nutre de la teatralidad de la vida. Aunque a César Chirinos le parezca
simplista el viejo aforismo de que “cada cabeza es un mundo”, no puede evitar
que cada personaje conviva con sus nostalgias, se hable a sí mismo, haga una
lectura del mundo, a partir de las propias convicciones y percepciones, es
decir, no puede evitar que cada quien vea el mundo a su manera. Esa es la
bondad y verdad de Mezclaje. Esta es la fuerza secreta que le permite
sobrevivir al silencio.
[1]
Publicado en la revista En Ristre N° 2, septiembre-noviembre de 1991.
[2] Paz,
Octavio. Conjunciones y disyunciones, p. 115.
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