(Orlando
Villalobos)
El arco
narrativo de Bitácoras de Congo es potente. Reúne voces y personajes que van
develando relatos de la vida cotidiana, casi secreta, esa que se queda en los
márgenes de la historia oficial, difundida y repetida, hasta que se convierte
en verdad inmaculada. No es, por tanto, la crónica histórica que algunos
maestros reiteran por comodidad o porque de algún modo hay que ganarse el pan.
Cuando uno
avanza en la lectura de estas páginas, descubre que el autor, Alexis Fernández,
hace las veces de guía, baquiano o de un capitán de piragua que nos lleva en su
embarcación, con estas historias de asombro, desolación y descubrimiento, donde
se reúnen la vida y la esperanza.
En el libro
Bitácoras de Congo. Voces y prosa del agua (2021) el verso y la narración se
mueven dejando entrever historias mínimas de seres o personajes anónimos, para
quienes no hay espacio en el discurso hegemónico, ni en efemérides, ni en los
discursos del orden. Pero es la vida tal cual es, anónima, intensa y
fragmentaria, “un código de vistas en miniatura”, dice Walter Benjamin, en
Estética y Política. Es la mirada de un cronista, fragmentaria, no porque se
renuncie a la totalidad, sino porque la busca “en los detalles casi invisibles,
nimios. Su mirada reposa en lo que todo el mundo mira, pero sin llegar a ver. O
en la historia de un hombre simple que, en un momento dado, puede sintetizar la
historia de toda la humanidad”, explican Adriana Callegaro y otros (2010).
En la
lectura, en un lugar central están los pueblos de agua del lago. La narración
se detiene en Congo Mirador, uno de esos paisajes que “al mediodía emergen con
sus galerías intactas/ ante la mirada incrédula de nuestros mismos moradores”
(p. 44).
También
están o emergen las piraguas, “un leño curado con ternura, un nombre de mujer
(…) un artefacto a vapor para ganar el embate de las aguas” (p. 28). Desde ese
lugar, nave o embarcación, se cuenta la fundación de estos pueblos de agua;
territorios de búsqueda, resistencia, que van forjando su destino. Un piragüero
cuenta que de la balsa se pasó a la canoa y luego a la piragua. “Luego vinieron
los barcos y buques de gran calado hasta los famosos trasatlánticos que han
dado la vuelta al mundo” (p. 64).
En el
imaginario de estas costas, las piraguas aparecen en leyendas, cuentos y en el
rumor que trae las escenas de su llegada a puertos, atracaderos y malecones;
viniendo del Sur del Lago con las productos de la cosecha, plátanos, guineos,
queso, cacao, café, aguacates y verduras. Era la despensa a la mano. Para una
ciudad-puerto como Maracaibo era un seguro de vida y el reencuentro con la vida
lacustre.
También están
los lugares que simbolizan esta historia de vida. El río Escalante, que se
muestra como lo que es, “una larga y sinuosa serpiente” (p. 8) que “lleva a
cuestas su retreta de temporales, mientras sofoca la madre de agua que se
adormece en su lecho” (p. 8). Puerto Concha es “un puerto pesquero flanqueado
por manglares” (p. 12); Ologá que es apenas “una embarcación de cabotaje en la
memoria de sus pescadores” (p. 36). Gibraltar, con su fiesta y su desolación,
epicentro de batallas; asaltada y saqueada en 1641 por el holandés Henrique
Gerardo, en 1666 por Jean David Nau, El Olonés, desalmado y cruel; en 1669 por
Henry Morgan, quien vino por todo, impuso el pillaje y aniquiló a quien le
opuso heroica resistencia.
Están los
personajes. Luis Chacín, el piragüero mayor, que echaba el cuento de la
historia de las piraguas, un mago de la artesanía de trenes y piraguas (p. 65).
El patrón de piraguas, “un hombre con ojos de águila” (p. 30); los navegantes;
el abuelo de Congo Mirador, anciano pescador, que descifra el enigma: “Somos
hombres de agua, cuya casa es una emcarcación y su morada el lecho profuso de
las aguas” (p. 45). Ernestina que en sus recuerdos busca la llave que debe
andar extraviada en la embarcación (p. 60). Los pescadores de Capitán Chico, de
Punta de Leiva; Los piratas que llegaron con su pillaje; las heroínas, Ana
María Campos y Domitila Flores, llevadas al martirio y maltratada con crueldad,
por reunir la rebeldía y el sentimiento de independencia. Ana María Campos fue
azotada sobre un asno, en procesión por la ciudad, pero tuvo fuerzas y arrojo
para decirle al invasor colonialista: “Si no capitula, monda”. Domitila Flores
fue encarcelada por rebelde, sentenciada a recibir latigazos en la plaza
pública y luego fusilada.
Las ilustraciones
de Ender Cepeda, Premio Nacional de Artes Plásticas 2003, en estas Bitácoras, son
en si mismas un libro dentro del libro; una lectura del mundo subjetivo que
recorre las costas y riberas del lago.
En sintesís,
este collage de imágenes y relatos tiene como escenarios el río, el Sur del
Lago, Congo, Ologás, el lago Coquibacoa (o Coquivacoa), Gibraltar y Maracaibo,
“una ciudad fugitiva sobre las ondas”, como dice Bolívar en carta dirigida a Santander
el 11 de junio de 1820.
Bitácoras
de Congo es la memoria que somos, grabada a fuego, en batallas y tras la larga resistencia que nos permite
decir de dónde venimos y dónde estamos. Son los cuadernos ancestrales en los
cuales nuestra identidad está esculpida, verso a verso, para que las
generaciones actuales, y las que vienen, puedan cantar y contar dichas y
desdichas; y puedan redescubrir el barro que hizo posible que nuestros antepasados
pudieran abrirse camino, en medio de tempestades.
Referencia
Adriana Callegaro, María Cristina Lago, Mariana
Quadrini, Fernando Bragassi (2010-2011). La crónica latinoamericana como
espacio de resistencia al periodismo hegemónico, Universidad Nacional de La
Matanza, Argentina.
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