(Orlando
Villalobos Finol*)
En 1979 un
periódico influyente de Caracas –El Nacional- publicó una fotografía que
mostraba la protesta de un grupo de trabajadores en una fábrica textilera de
Maracay. Era una nota en una página interior, casi irrelevante. A los tres días
la policía política –la Disip- irrumpió en la puerta de uno de los
fotografiados. Apenas pudo recoger algo. No pudo llamar a nadie, dijeron los
vecinos testigos. Lo llevaron directamente al aeropuerto de Maiquetía, lo
subieron al primer avión y lo expulsaron del país. Era sacerdote católico, extranjero,
trabajaba en esa empresa como parte de una misión de trabajo político.
Le
aplicaron el antiguo método del ostracismo y le desconocieron sus derechos. No
faltaba más. Lo mismo que le hicieron al Padre Francisco Wuytack, otro cura
católico que promovió una intensa labor social y política en las comunidades
del oeste de Caracas. Le decían el cura de La Vega. Igual, el primer gobierno
del socialcristiano Rafael Caldera, en 1972, lo declaró persona no grata por
“subversivo” y lo sacó del país. Había llegado en 1966 como sacerdote obrero,
pero la deriva de aquellos años lo sembró en La Vega, donde organizó a la
comunidad por el agua, una escuela, por calles y escaleras; creó el teatro
callejero. “Cada vez éramos más rebeldes y menos pobres”, dijo en una
entrevista (https://m.aporrea.org/actualidad/n83195.html).
II
Cuando Antonio
Sánchez se bajó del avión, en el aeropuerto internacional de Maiquetía, tenía los
antecedentes de un país en el que aparentemente no pasaba nada, según las
agencias internacionales y empresas de comunicación ligadas a las corporaciones petroleras, pero
donde había habido guerrillas, campos de tortura o teatro de operaciones, según
el eufemismo oficial; se allanaba una vivienda, sin orden ni concierto; la policía
disparaba primero, averiguaba después; era difícil conseguir un cupo en la
universidad, la Constitución era una palabra más. “Se acata pero no se cumple”,
decía cualquier personero militar o policial.
En aquel
mapamundi de la década de los 80, Antonio, recién llegado, empezó a situarse,
tratando de entender un movimiento popular que buscaba alternativas de
organización social y política. Vino de Chile donde no había margen para una
labor de búsqueda de la justicia, aquí en la tierra, porque la dictadura de
Pinochet había impuesto el silencio opresivo, a fuego. Cualquier palabra te
delataba. Una detención te convertía en candidato a ser asesinado y
desaparecido.
Era
sacerdote católico, con pasaporte español pero con un horizonte claro de
justicia y fraternidad.
En Ciudad
Guayana, ese río de pueblo que forman San Félix y Puerto Ordaz, lo esperaban
varios hermanos suyos, de la militancia obrera, y quizás de la fe. Habían
militantes cristianos, sacerdotes varios, con orígenes diversos: Bélgica,
Holanda, España y Francia. Había tres hermanas religiosas participantes activas
de aquel movimiento y todavía más, activistas y ex activistas de la Juventud
Obrera Católica, la JOC, y de otros movimientos ligados a la iglesia. Era de la
JOC, David Hernández, trabajador de Sidor, con amplio recorrido en la
organización de trabajadores, en otras ciudades de Venezuela y fuera del país.
Mientras se mantuvo en la fábrica supo preservarse; cuidarse, advertir y
proteger al colectivo. Como él muchos otros activistas, estudiosos y
experimentados en la lucha en el mundo fabril.
Antonio
Sánchez buscó trabajo y lo consiguió de inmediato. Tenía formación y
condiciones. Un día se apareció ante los suyos como un orgulloso portador de un
carnet, que lo acreditaba como obrero de Sidor. Pero él sabía en lo que andaba
y lo que le esperaba. No estaba para exhibirse, ni cometer el error de
mostrarse sosteniendo una pancarta, ni ser portavoz. Lo suyo era un trabajo de
siembra, para usar la metáfora agrícola.
En medio de
aquel inmenso movimiento de trabajadores de Guayana, él y los suyos tenían que
pasar inadvertidos y clandestinos, haciendo lo imposible para que la palabra
justa se dijera y prendiera, organizara y movilizara. Ese era un asunto urgente
y necesario para levantar un movimiento esperanzado, pero sobretodo organizado,
alternativo, irreverente y rebelde.
III
A
principios de la década del 80, se mantenía el eco de la “Gran Venezuela”
anunciada por Carlos Andrés Pérez, en su primer gobierno. Buena parte de ese
programa tenía a Guayana como epicentro, en donde se prometía el relanzamiento
industrial. Eran días para la grandilocuencia: el plan IV de Sidor, los
megaproyectos del aluminio (Alcasa, Venalum, Bauxiven) y el segundo puente
sobre el río Orinoco –que se construyó 25 años después-. Venezuela despegaría
con esa infraestructura industrial.
Con esa
inversión y esa promesa, Guayana se convirtió en lugar de peregrinaje. Llegaron
contingentes de miles de trabajadores de los pueblos de oriente, y de los
países vecinos –brasileños, peruanos, colombianos, ecuatorianos-. Venían de ser
pescadores y agricultores; llegaban atraídos por ese nuevo mundo.
Los
suramericanos dejaban atrás a sus países con economías empobrecidas y algunos
con experiencia política o sindical, acosados y perseguidos. Había técnicos y
profesionales. Algunos formaron sus propias comunidades y barrios. En aquella
ebullición insurge un movimiento obrero y social renovado, que desafiaba a la
antigua mafia sindical de los partidos del sistema -AD y Copei-, y la central
obrera –CTV-.
Es en ese
contexto que se multiplican las publicaciones obreras de izquierda, Alfredo
Maneiro funda el movimiento de los Matanceros, que después devino en La Causa
R; la Liga Socialista, GAR y CLP establecen vínculos con grupos de trabajadores.
Es en ese
movimiento creado por movilizaciones, diálogo y debate, en ese caldero de
ideas, que estos sacerdotes y religiosas, teólogos y teólogas de la liberación
a su manera, rompen el molde y se van a las fábricas de hierro, siderurgia y
bauxita, acero y aluminio, y allí son compañeros de jornadas de trabajo y de
sancochos; de parrandas y de amores; de socialismo y de planes de organización;
fortalecieron los sindicatos y los movimientos barriales de Guayana. Como pocas
veces, el sacerdocio no se ejerció para dar un sermón. El milagro se hizo
común.
Antonio
Sánchez se quedó en Guayana. En una ocasión viajó a España y de regreso contó
que estando allá con su familia, descubrió que su lugar en el mundo estaba en
el trópico guayanés. Pudieron más la fuerza telúrica, el río y la leyenda de la
sapoara.
*Periodista/
profesor emérito de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Zulia.
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