sábado, 15 de mayo de 2021

Gente de maíz


(Orlando Villalobos Finol*) Cuando uno se asoma en Maracaibo a una panadería, abasto, tienda, mercado, mercadito, supermercado, supermarket, bazar o quiosco, se tropieza con harina de maíz, en distintos empaques, que te recuerdan que lo mejor es que te lleves uno, porque nunca se sabe.

Hubo una época en la que una sola marca mandaba en los estantes. Las otras ocupaban espacios marginales. Pero la tierra gira, el piso político se mueve y el monopolio tiembla. Pasamos de una etiqueta a unas cuantas, más de 50. Además de la de Pan están Doña Emilia, que financia al Portuguesa Fútbol Club; Juana, Maiskel, trujillana; Lucharepa, de Los Teques; Doñarepa, Oriental, Mazorca, Maizabrosa, Doña Goya, Harina Casa, Demasa, Fina, Doña Rosa, Ricarepa, Venezuela, Promasa. Nombro solo algunas de muchas. El Silbón, Mia Chepa, Don Quijote, Las Tres Vírgenes, Deli Arepa, Páez, Don Nicola, Doña María, Doña Celina, Celia, La Palma, Doña Yolanda, Doña Arminda, Alimet, Solmia, San Jorge, El Valle, El Maizal, Doña Belén, Luccia, Don Mauro, Budare Harina, La Nieve, La Pueblerina, D’Casta, Don Eloy, Micaela. Sigue la lista (revolucionando.blogspot.com), porque se suman las importadas. La crisis lleva a que resurja la producción o a que se diversifique. Algo hay que hacer.

Tantas etiquetas hacen recordar la fábula del chiripero que Alí Primera nombra en su canción.

Siempre fuimos comedores de arepa. Cuando los europeos llegaron a estas costas, con sus planes imperiales y de dominación, tropezaron con la realidad de un mundo que se alimentaba de maíz. Los descubiertos fueron ellos.

Ya estaba dicho por el Popol Vuh: “De maíz amarillo y maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas del hombre. Unicamente masa de maíz entró en la carne de nuestros padres” (Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiché. México, Fondo de Cultura Económica, 1952, 4ª. Ed, p. 103-104). En Hombres de Maíz, Miguel Angel Asturias, (Buenos Aires, editorial Losada, 1957, p. 21-23) explica que “las mujeres comían unas como manzanasrrosas de masa de maíz sin endurecer (…) en tazas de bola servían el atol de suero de queso y maíz”.

En lo que llamamos América, el maíz, junto a los frijoles y auyamas –calabazas-, cubrían las necesidades básicas nutricionales.

Cito esa biblia maracaibera que es la edición especial del diario El Fonógrafo, del 19 de abril de 1910, y encuentro la publicidad de la molienda de granos de F.E. Schémel ofreciendo harina de maíz, blanca y amarilla.

Allí la tienes, dice el aviso, en el teléfono N° 51, “elaborada con maíz escogido, completamente degerminado por medio de aparatos especiales, limpia, pura, fresca. No tiene afrecho. No se pone agria. Rendidora, nutritiva, sana, propia para convalecientes, económica, conveniente”. ¿Pa’ qué más! Lo lees y te dan ganas de salir a comprarla, en alguna de sus modalidades: sacos de 100, 50 y 25 libras netas y en paquetes de 5, 1 y ½ libras.  

Hasta hace poco, en términos generacionales, el maíz todavía estaba en el centro de la vida cotidiana, porque se cultivaba de manera directa, en fundos, conucos, huertas, y luego pasaba al fogón o cocina de cada casa.

La harina precocida o refinada no se había masificado, en cambio la tradición o costumbre era que casi todos los ritos se cumplían en el acto de reunir a abuelos, padres, hermanos, niños y niñas alrededor del maíz. Había que hervirlo y luego cada quien se iba turnando en la faena de molerlo, preparar la masa, hacer las arepas y ponerla a la parrilla, la plancha o budare y asarlas. Ya a media tarde comenzaba ese trajín que convocaba al grupo familiar, sin exepciones, para que quien le pusiera ganas a la tarea.

Así anduvimos por mucho tiempo hasta que se fueron imponiendo otros hábitos en el venezolano promedio. El rentismo petrolero asumido como cultura nos fue llevando, como sociedad, a darle la espalda al maíz y a la producción agrícola. “Todo lo compro hecho”, era el leitmotiv repetido. El caldo de cultivo estaba preparado para lo que vino enseguida, el alejamiento de la tierra, de la relación fluida y natural con el campo, y el desarrollo del capitalismo de los monopolios y de la marcas que te dicen qué puedes comer y dónde tienes que ir a comprarlo, “hecho”, “ya listo para comer”, no importa si eso te alimenta de verdad.

Ha sido ahora, en esta época rara de pandemia e implacable cerco económico contra el país, con las sanciones económicas unilaterales, que se ha empezado a despertar del letargo y a reencontrarnos, para volver a mirar a nuestros ancestros. Muchos se preguntan, ¿Y cómo era antes? ¿Cómo hicieron nuestros abuelos y abuelas, padres y madres? para no rendirse en tiempos de escasez, sequía, gripes y otras pandemias.

De nuevo se está empezando a volver a la tierra, los cultivos y las máquinas artesanales, prodigiosas, caseras y domésticas de moler el maíz, para tener a la mano la posibilidad de preparar las infaltables arepas, cachapas, guapitos, empanadas y mandocas que siempre nos dieron la vida y el afán de aventura.

+La pintura es del artista plástico Guillermo Ojeda Jayariyu.

*Periodista/ profesor emérito de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Zulia.

 

 


viernes, 14 de mayo de 2021

Teología de la calle

 

(Orlando Villalobos Finol*)

En 1979 un periódico influyente de Caracas –El Nacional- publicó una fotografía que mostraba la protesta de un grupo de trabajadores en una fábrica textilera de Maracay. Era una nota en una página interior, casi irrelevante. A los tres días la policía política –la Disip- irrumpió en la puerta de uno de los fotografiados. Apenas pudo recoger algo. No pudo llamar a nadie, dijeron los vecinos testigos. Lo llevaron directamente al aeropuerto de Maiquetía, lo subieron al primer avión y lo expulsaron del país. Era sacerdote católico, extranjero, trabajaba en esa empresa como parte de una misión de trabajo político.

Le aplicaron el antiguo método del ostracismo y le desconocieron sus derechos. No faltaba más. Lo mismo que le hicieron al Padre Francisco Wuytack, otro cura católico que promovió una intensa labor social y política en las comunidades del oeste de Caracas. Le decían el cura de La Vega. Igual, el primer gobierno del socialcristiano Rafael Caldera, en 1972, lo declaró persona no grata por “subversivo” y lo sacó del país. Había llegado en 1966 como sacerdote obrero, pero la deriva de aquellos años lo sembró en La Vega, donde organizó a la comunidad por el agua, una escuela, por calles y escaleras; creó el teatro callejero. “Cada vez éramos más rebeldes y menos pobres”, dijo en una entrevista (https://m.aporrea.org/actualidad/n83195.html).

 

II

Cuando Antonio Sánchez se bajó del avión, en el aeropuerto internacional de Maiquetía, tenía los antecedentes de un país en el que aparentemente no pasaba nada, según las agencias internacionales y empresas de comunicación  ligadas a las corporaciones petroleras, pero donde había habido guerrillas, campos de tortura o teatro de operaciones, según el eufemismo oficial; se allanaba una vivienda, sin orden ni concierto; la policía disparaba primero, averiguaba después; era difícil conseguir un cupo en la universidad, la Constitución era una palabra más. “Se acata pero no se cumple”, decía cualquier personero militar o policial.

En aquel mapamundi de la década de los 80, Antonio, recién llegado, empezó a situarse, tratando de entender un movimiento popular que buscaba alternativas de organización social y política. Vino de Chile donde no había margen para una labor de búsqueda de la justicia, aquí en la tierra, porque la dictadura de Pinochet había impuesto el silencio opresivo, a fuego. Cualquier palabra te delataba. Una detención te convertía en candidato a ser asesinado y desaparecido.

Era sacerdote católico, con pasaporte español pero con un horizonte claro de justicia y fraternidad.

En Ciudad Guayana, ese río de pueblo que forman San Félix y Puerto Ordaz, lo esperaban varios hermanos suyos, de la militancia obrera, y quizás de la fe. Habían militantes cristianos, sacerdotes varios, con orígenes diversos: Bélgica, Holanda, España y Francia. Había tres hermanas religiosas participantes activas de aquel movimiento y todavía más, activistas y ex activistas de la Juventud Obrera Católica, la JOC, y de otros movimientos ligados a la iglesia. Era de la JOC, David Hernández, trabajador de Sidor, con amplio recorrido en la organización de trabajadores, en otras ciudades de Venezuela y fuera del país. Mientras se mantuvo en la fábrica supo preservarse; cuidarse, advertir y proteger al colectivo. Como él muchos otros activistas, estudiosos y experimentados en la lucha en el mundo fabril.

Antonio Sánchez buscó trabajo y lo consiguió de inmediato. Tenía formación y condiciones. Un día se apareció ante los suyos como un orgulloso portador de un carnet, que lo acreditaba como obrero de Sidor. Pero él sabía en lo que andaba y lo que le esperaba. No estaba para exhibirse, ni cometer el error de mostrarse sosteniendo una pancarta, ni ser portavoz. Lo suyo era un trabajo de siembra, para usar la metáfora agrícola.

En medio de aquel inmenso movimiento de trabajadores de Guayana, él y los suyos tenían que pasar inadvertidos y clandestinos, haciendo lo imposible para que la palabra justa se dijera y prendiera, organizara y movilizara. Ese era un asunto urgente y necesario para levantar un movimiento esperanzado, pero sobretodo organizado, alternativo, irreverente y rebelde.

III

A principios de la década del 80, se mantenía el eco de la “Gran Venezuela” anunciada por Carlos Andrés Pérez, en su primer gobierno. Buena parte de ese programa tenía a Guayana como epicentro, en donde se prometía el relanzamiento industrial. Eran días para la grandilocuencia: el plan IV de Sidor, los megaproyectos del aluminio (Alcasa, Venalum, Bauxiven) y el segundo puente sobre el río Orinoco –que se construyó 25 años después-. Venezuela despegaría con esa infraestructura industrial.

Con esa inversión y esa promesa, Guayana se convirtió en lugar de peregrinaje. Llegaron contingentes de miles de trabajadores de los pueblos de oriente, y de los países vecinos –brasileños, peruanos, colombianos, ecuatorianos-. Venían de ser pescadores y agricultores; llegaban atraídos por ese nuevo mundo.

Los suramericanos dejaban atrás a sus países con economías empobrecidas y algunos con experiencia política o sindical, acosados y perseguidos. Había técnicos y profesionales. Algunos formaron sus propias comunidades y barrios. En aquella ebullición insurge un movimiento obrero y social renovado, que desafiaba a la antigua mafia sindical de los partidos del sistema -AD y Copei-, y la central obrera –CTV-. 

Es en ese contexto que se multiplican las publicaciones obreras de izquierda, Alfredo Maneiro funda el movimiento de los Matanceros, que después devino en La Causa R; la Liga Socialista, GAR y CLP establecen vínculos con  grupos de trabajadores.

Es en ese movimiento creado por movilizaciones, diálogo y debate, en ese caldero de ideas, que estos sacerdotes y religiosas, teólogos y teólogas de la liberación a su manera, rompen el molde y se van a las fábricas de hierro, siderurgia y bauxita, acero y aluminio, y allí son compañeros de jornadas de trabajo y de sancochos; de parrandas y de amores; de socialismo y de planes de organización; fortalecieron los sindicatos y los movimientos barriales de Guayana. Como pocas veces, el sacerdocio no se ejerció para dar un sermón. El milagro se hizo común.

Antonio Sánchez se quedó en Guayana. En una ocasión viajó a España y de regreso contó que estando allá con su familia, descubrió que su lugar en el mundo estaba en el trópico guayanés. Pudieron más la fuerza telúrica, el río y la leyenda de la sapoara.

*Periodista/ profesor emérito de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Zulia.

 

Metáfora tóxica

Orlando Villalobos Finol*

Emmanuel Macron, presidente de Francia, abrió fuegos el 16 de marzo de 2020: “Estamos en guerra”. Así habló a su país sobre la llegada de la COVID-19; un nuevo enemigo tocaba la puerta. Trump no se quedó atrás y dijo que se veía como un presidente en tiempos de guerra. 

Así, el lenguaje político hegemónico impone la metáfora bélica, en la época de esta pandemia por coronavirus. Es la supuesta guerra contra el virus. Total, el culpable es el otro, invisible, extraño, extranjero, raro, inmigrante.

La metáfora bélica señala a un enemigo y oculta lo inocultable, que detrás de la pandemia por la COVID-19 está la crisis ecológica, después de tanto ataque implacable y persistente a la naturaleza, los modelos de maldesarrollo, la deforestación, la destrucción de ecosistemas y de la biodiversidad, la insalubridad, por un sistema capitalista que busca maximizar la ganancia en cada hora y segundo, llevándose todo los demás por delante, flora y fauna, seres vivos, el planeta entero si es preciso, nuestra casa común, según la denominación del Papa Francisco.

Se oculta que en Canadá, un país de 38 millones de habitantes, el primer ministro Justin Trudeau firmó contratos con siete farmacéuticas para obtener más de 400 millones de dosis, cinco veces más de las que utilizarán en el país. Hace visible de ese modo que algunos países poderosos acaparan las vacunas y a los otros que se los lleve la parca.

La profecía de Naomi Klein va tomando cuerpo, la crisis generada por la pandemia se va convirtiendo en una nueva oportunidad para repetir la fórmula del capitalismo del desastre o “doctrina del shock”. Se ponen en práctica políticas que profundizan la desigualdad y las élites –clases dominantes- se enriquecen… ¿Más todavía?.

La tal “nueva normalidad” al principio se presentaba como una novedad. Un año después, de la llegada del virus, los datos a la mano indican que no se vislumbra un paraíso prometido; que si no hay un giro trascendente, lo que viene puede ser peor en condiciones sociales y ecológicas que el mundo que dejamos atrás.

Como dice el profesor Lusbi Portillo será dura la lucha por la defensa de los suelos, aguas y bosques; y por las distintas formas de vida y cultura.

El reto para cada uno de nosotros es inmenso, colosal. En lo personal, nos toca vencer la adversidad y abrir caminos. Como colectivo o ciudadanía, reclamar que nuestro gobierno ponga el cuidado de la vida en el centro. Eso nada más.

*Periodista/ profesor emérito de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Zulia 

Algoritmos son amores

Orlando Villalobos Finol*

Antes leíamos de corrido. Había tiempo entre una y otra edición del periódico. La tinta y el papel reinaron por demasiado rato, desde el siglo XIV hasta el XX. El papel impreso era sinónimo de conocimiento, cultura y liderazgo.  El que leía, sabía.

El papel impreso siguió hasta mediados del siglo pasado hasta que poco a poco se fue encontrando con otras alternativas, que le restaron fuerzas y van minimizando su presencia: la radio, el cine, la televisión y finalmente el omnipotente ecosistema digital.  

Algo ha cambiado. Ahora se lee en modo teléfono, esto es, a cada rato y a trompicones, con mensajes que van y vienen. Se lee distinto. Pero también se escribe de otra manera. Un escritor de radionovelas decía, con pretensión, que intentaba llegar “al corazón de las mujeres”. En este momento, por muy artesano de las letras y las palabras que seas tomas en cuenta el algoritmo. O lo tomas en cuenta o no sirve, o te hacen creer que no sirve. Es el mundo Google, que está hecho para que trabajes, te conectes, te enteres de las criptomonedas, no necesariamente para que seas tú mismo y seas feliz.

El algoritmo es el que le permite a Google distinguir unos textos de otros,  mediante una serie de operaciones matemáticas. Siendo así tenemos que explorar e intentar que cuando alguien ponga palabras en un buscador, nuestros textos y miradas tengan la opción de ser seleccionados. De allí las recomendaciones actuales vía SEO, el optimizador de buscadores, en esta traducción casera.

Alguien que haya “emborronado cuartillas”, según la antigua frase, sabe que el gran relato, el que se queda tatuado en la piel, es aquel que es verdadero, inteligente, propone un diálogo, y nos aproxima y emociona, porque permite apreciar una pequeña historia, en medio de un contexto, que lo rodea y le da significado; en medio del conflicto por sobrevivir, aunque debí usar otra palabra: vivir. Todo eso en una, cien o tres mil líneas, con sus respectivos caracteres o golpes de teclado.

Así es como se nos revela la historia que consigue amores, amigos, espíritus rebeldes y aventureros, que nos acompañan, no porque comparten todo lo que escribimos y posteamos, sino porque saben que están ante una palabra artesana que se ha sembrado y ha crecido a “golpes de sol y de agua”, como aquella hierba de la que nos habla la canción de Serrat, que permite que se nos haga “más corto el camino aquel”.

*Periodista/ profesor emérito de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Zulia