miércoles, 18 de agosto de 2021

Cuadernos ancestrales

 

(Orlando Villalobos)


El arco narrativo de Bitácoras de Congo es potente. Reúne voces y personajes que van develando relatos de la vida cotidiana, casi secreta, esa que se queda en los márgenes de la historia oficial, difundida y repetida, hasta que se convierte en verdad inmaculada. No es, por tanto, la crónica histórica que algunos maestros reiteran por comodidad o porque de algún modo hay que ganarse el pan.

Cuando uno avanza en la lectura de estas páginas, descubre que el autor, Alexis Fernández, hace las veces de guía, baquiano o de un capitán de piragua que nos lleva en su embarcación, con estas historias de asombro, desolación y descubrimiento, donde se reúnen la vida y la esperanza.

En el libro Bitácoras de Congo. Voces y prosa del agua (2021) el verso y la narración se mueven dejando entrever historias mínimas de seres o personajes anónimos, para quienes no hay espacio en el discurso hegemónico, ni en efemérides, ni en los discursos del orden. Pero es la vida tal cual es, anónima, intensa y fragmentaria, “un código de vistas en miniatura”, dice Walter Benjamin, en Estética y Política. Es la mirada de un cronista, fragmentaria, no porque se renuncie a la totalidad, sino porque la busca “en los detalles casi invisibles, nimios. Su mirada reposa en lo que todo el mundo mira, pero sin llegar a ver. O en la historia de un hombre simple que, en un momento dado, puede sintetizar la historia de toda la humanidad”, explican Adriana Callegaro y otros (2010).

En la lectura, en un lugar central están los pueblos de agua del lago. La narración se detiene en Congo Mirador, uno de esos paisajes que “al mediodía emergen con sus galerías intactas/ ante la mirada incrédula de nuestros mismos moradores” (p. 44).

También están o emergen las piraguas, “un leño curado con ternura, un nombre de mujer (…) un artefacto a vapor para ganar el embate de las aguas” (p. 28). Desde ese lugar, nave o embarcación, se cuenta la fundación de estos pueblos de agua; territorios de búsqueda, resistencia, que van forjando su destino. Un piragüero cuenta que de la balsa se pasó a la canoa y luego a la piragua. “Luego vinieron los barcos y buques de gran calado hasta los famosos trasatlánticos que han dado la vuelta al mundo” (p. 64).

En el imaginario de estas costas, las piraguas aparecen en leyendas, cuentos y en el rumor que trae las escenas de su llegada a puertos, atracaderos y malecones; viniendo del Sur del Lago con las productos de la cosecha, plátanos, guineos, queso, cacao, café, aguacates y verduras. Era la despensa a la mano. Para una ciudad-puerto como Maracaibo era un seguro de vida y el reencuentro con la vida lacustre.

También están los lugares que simbolizan esta historia de vida. El río Escalante, que se muestra como lo que es, “una larga y sinuosa serpiente” (p. 8) que “lleva a cuestas su retreta de temporales, mientras sofoca la madre de agua que se adormece en su lecho” (p. 8). Puerto Concha es “un puerto pesquero flanqueado por manglares” (p. 12); Ologá que es apenas “una embarcación de cabotaje en la memoria de sus pescadores” (p. 36). Gibraltar, con su fiesta y su desolación, epicentro de batallas; asaltada y saqueada en 1641 por el holandés Henrique Gerardo, en 1666 por Jean David Nau, El Olonés, desalmado y cruel; en 1669 por Henry Morgan, quien vino por todo, impuso el pillaje y aniquiló a quien le opuso heroica resistencia.

Están los personajes. Luis Chacín, el piragüero mayor, que echaba el cuento de la historia de las piraguas, un mago de la artesanía de trenes y piraguas (p. 65). El patrón de piraguas, “un hombre con ojos de águila” (p. 30); los navegantes; el abuelo de Congo Mirador, anciano pescador, que descifra el enigma: “Somos hombres de agua, cuya casa es una emcarcación y su morada el lecho profuso de las aguas” (p. 45). Ernestina que en sus recuerdos busca la llave que debe andar extraviada en la embarcación (p. 60). Los pescadores de Capitán Chico, de Punta de Leiva; Los piratas que llegaron con su pillaje; las heroínas, Ana María Campos y Domitila Flores, llevadas al martirio y maltratada con crueldad, por reunir la rebeldía y el sentimiento de independencia. Ana María Campos fue azotada sobre un asno, en procesión por la ciudad, pero tuvo fuerzas y arrojo para decirle al invasor colonialista: “Si no capitula, monda”. Domitila Flores fue encarcelada por rebelde, sentenciada a recibir latigazos en la plaza pública y luego fusilada.

Las ilustraciones de Ender Cepeda, Premio Nacional de Artes Plásticas 2003, en estas Bitácoras, son en si mismas un libro dentro del libro; una lectura del mundo subjetivo que recorre las costas y riberas del lago.

En sintesís, este collage de imágenes y relatos tiene como escenarios el río, el Sur del Lago, Congo, Ologás, el lago Coquibacoa (o Coquivacoa), Gibraltar y Maracaibo, “una ciudad fugitiva sobre las ondas”, como dice Bolívar en carta dirigida a Santander el 11 de junio de 1820.

Bitácoras de Congo es la memoria que somos, grabada a fuego, en batallas y  tras la larga resistencia que nos permite decir de dónde venimos y dónde estamos. Son los cuadernos ancestrales en los cuales nuestra identidad está esculpida, verso a verso, para que las generaciones actuales, y las que vienen, puedan cantar y contar dichas y desdichas; y puedan redescubrir el barro que hizo posible que nuestros antepasados pudieran abrirse camino, en medio de tempestades.

 

Referencia

Adriana Callegaro, María Cristina Lago, Mariana Quadrini, Fernando Bragassi (2010-2011). La crónica latinoamericana como espacio de resistencia al periodismo hegemónico, Universidad Nacional de La Matanza, Argentina.