miércoles, 14 de noviembre de 2018

Maracuchos


(Orlando Villalobos)

El término ciudadanía tiene sentido y razón cuando se entiende como antónimo de clientela y, en el caso de los medios masivos, de pendejo internauta, o televidente.
Ciudadanía tiene un contenido que la emparenta con derechos, tejido social solidario, inclusión social y justicia, pueblo en movimiento y pensamiento descolonial.
Ser ciudadano también quiere decir “ser de una ciudad”, solo que en su mejor definición, aquella que nos conecta con un territorio que se convierte en nuestro lugar en el mundo. No deja de ser llamativo que en la medida en que apareció el neoliberalismo, con pretensiones arrasadoras, el discurso modificó sus marcas y se empezó a hablar de “ciudadano del mundo”; lo local, comunitario y del barrio eran ya un asunto para el olvido. No exactamente somos ciudadanos del mundo, somos ciudadanos de una ciudad que habita el mundo. Parece lo mismo pero no es.
Antes de que existieran los Estados-nación, incluso hasta mediados del siglo XIX, el gentilicio de una persona se lo otorgaba el suelo donde había nacido. Había caraqueños, cabimeros, guayaneses y maracaiberos. Los alemanes que llegaron aquí, con las casas comerciales del siglo XIX, se identificaban de acuerdo con sus ciudades de origen; decían que eran de Hamburgo o de Berlín. Todavía no se habían inventado los países o significaban muy poco. 
Ahora que el proyecto de recuperación del centro de Maracaibo, ya comenzó, deja de ser una quimera y se convierte en objetivo fundamental, vale recordar que parte sustancial de ese proceso está en retomar los contenidos simbólicos de la experiencia colectiva. Sólo así se puede recuperar la identidad y la memoria colectiva de lo que somos, y podremos –que así sea- reconocernos en el patrimonio cultural, histórico, social que nos pertenece.
Avanzar en la recuperación del centro de Maracaibo conlleva una larga, compleja y exigente tarea de reorganizar los mercados, de rehabilitación física; de recuperar monumentos, edificaciones y sitios históricos, de preservación y de nuevos usos del espacio público del casco central de la ciudad. 
Ese eje de recuperación y rehabilitación arquitectónica es una de las claves, pero no la única. La arquitectura pesa pero quizás más los símbolos que sobre la ciudad construyen sus propios moradores. Así fue siempre.
La ciudad es un hecho físico y espacial, pero al mismo tiempo, es un hecho cultural, social e histórico; es el fruto de una creación colectiva. 
El Estado-gobierno a veces mete la mano, recupera una edificación o espacio, pero luego la deja a la deriva. Se hace una inversión pero no se hace seguimiento del uso que se le da. Es el caso de la emblemática calle Carabobo, recuperada a medias y luego dejada a su suerte. Se recuperó para la evocación pero no ha habido organismos que hayan hecho seguimiento del uso.
Aquí tropezamos o chocamos con dos palabras válidas para lo que hablamos: evocar y usar, que ayudan a entender cómo se define y resuelve la relación entre ciudadanía y ciudad. Al menos cómo se resuelve desde la óptica de la comunicación. Evocar como sinónimo de traer algo a la imaginación o a la memoria. Se evoca o recuerda cuando se hace referencia a acontecimientos, personajes y mitos; los lugares, calles, colores y olores. Se evoca cuando echamos mano de las fabulaciones que siguen sueltas en historias, leyendas y rumores. Son los relatos urbanos, o simplemente los relatos, que explican y sazonan nuestro lugar en el mundo, desde el territorio al que pertenecemos. Eso sí sabiendo que el territorio no es solo algo físico, es también extensión mental y espiritual –en su connotación humana-; es también el relato callejero. En eso concuerdo con Armando Silva (Imaginarios Urbanos. Bogotá y Sao Paulo: cultura y comunicación urbana en América Latina, 1992).
Esa evocación de lo que somos –y de lo que podemos- está en las crónicas narradas en las gaitas, que nos recuerdan que “así es Maracaibo… marginada y sin un real”, o “qué más le puede pasar, que ya no le haya pasado”. Está en la leyenda de sus personajes, unos más citados que otros: Jesús Enrique Lossada, Udón Pérez, Manuel Trujillo Durán, fotógrafo y cineasta fundador; Kuruvinda o Régulo Díaz, el gran cronista de siempre; “el monumental de la gaita”, Ricardo Aguirre, ese Gardel que tenemos en Maracaibo que rebasa límites y prejuicios oficiales, Julio Árraga Morales y Manuel Puchi Fonseca, que como me explicó Edgar Petit, son los pilares fundadores de la pintura zuliana; Y tantos otros. 
Pero no es solo evocar, como ya dijimos, es también el uso y disfrute de los espacios. Usar es trazar rutas, ir a los sitios, visitar zonas de la ciudad con alguna frecuencia, estar allí; usarlos, cuidarlos y preservarlos. Es lo que hacemos cuando recorremos los mercados, plazas y lugares. A veces no lo pensamos, ni lo decimos, pero tenemos nuestro propio mapa de la ciudad o croquis urbano. Muchos van a Las Pulgas “porque allí es más barato”, o les quedó esa ruta trazada por sus padres, tíos o abuelos para comprar pero también para recorrer.
El uso que le podamos dar a ese centro de Maracaibo, dándole vida a las valiosas edificaciones que allí están, repoblándolo, haciendo que vuelva el bullicio, dándole espacio al turismo, con hoteles, posadas y restaurantes; recuperando la imagen del espacio que se puede visitar y disfrutar, todo eso es clave para una recuperación, rehabilitación y revalorización verdadera. Se puede. Querer es poder.

Claves para degustar nuestro Mezclaje[1]



(Orlando Villalobos)

I
Este Mezclaje (César Chirinos, Fundarte, Caracas, 1987) viene a constituir la encarnación de la forma de ser y del discurrir de esta época. La encarnación de este tiempo verdadero y humano, espontáneo, retrechero, generoso y lleno de limitaciones. La representación de este mundo de factura maracucha.
         Una obra de pasajes fugaces, con personajes que van y vienen, acechados por la cotidianidad, que cocinan sus desventuras en el tráfago demoledor de la inercia, y aquí hallamos una arista que sobresale en cualquier comentario que pueda hacerse sobre esta novela: su fragmentariedad.
         Recientemente, alrededor de este tipo de trabajo, se han abonado diversos argumentos. Se ha llegado a hablar de una supuesta crisis de nuestra narrativa. José Ignacio Cabrujas, en un artículo muy comentado, expuso la crítica ante lo que denominó “los laberintos narrativos”; y Pedro Berroeta dijo que nuestros poetas y escritores abusan de un lenguaje crítico, cerrado, condenado a no ser vanguardia de nada.
         La preocupación es comprensible, pero el problema es menos simple de lo que se cree, porque fíjese bien, ¿acaso no vivimos tiempos cambiantes y móviles? Que se sepa ningún escritor vive encerrado en una campana neumática, como para no vivir el pálpito, las esperanzas y desilusiones de una sociedad en transición como la nuestra.
         Cabalgamos los segundos de este “siglo de la transición”, como profetizara Fernando Pessoa. Una época de desafíos, indagaciones, de nuevos lenguajes, en donde lo natural y posible es que la tinta de este tiempo deje su huella en la poesía, en la narrativa y en cualquier otro quehacer humano. Así, con su carga de hoy: fugacidad, urgencias que no terminan de ser tales, desgarradoras rupturas, negaciones que quieren ser nobles, búsqueda constante, gusto por el reinicio.
         Mucha de esa carga vivencial, referencial, de esa fuerza del tiempo de hoy, encuentra su lugar en Mezclaje. Es este un fresco de la pluralidad de significados que somos. Un mosaico de nuestra conformación étnica, cultural e ideológica. “Polisemia de nuestro caos Caribe”, como señalara alguna vez César Chirinos, su autor. Una diversidad de fuentes de conocimiento. Muestra de variado matices: “Hablaba el broken english, el antillano español, el papiamento curazaleño, el wayúu, el inglés de boxeadores y beisboleros, el alemán de ferretería… el francés de las madeimoselle de barco y el vos que posee a los caídos y desarraigados” (p. 27). Una comunidad que es muestra activa y viva de ritmos distintos. Una representación de muchas oralidades. Con distintos orígenes: negro, wayúu, barí, añú. De leyendas guardadas en la memoria. Ciudad puerto que sabe que el barco no viene. Que depende de los dones ancestrales del agua. Que guarda sus ideas “en la percusión de nuestros tambores” (p. 84). Que relaciona el tam tam de los chimbangueles “con el trueno, el relámpago, el canto del gallo, el bú bú del barco, el pito de la fábrica”.

         II
         En este Mezclaje las palabras fluyen unas tras otras, sin detenerse, sin dar campo a la respiración, como la lluvia que cae sin preguntarse cómo, ni cuándo. Palabras que se suceden, sin principio ni fin.
         En esta obra de César Chirinos hay un poco de lo que dijera Octavio Paz en un ensayo, el poeta “para mantener una precaria unidad entre el hombre y el mundo, nombra las cosas con imágenes, ritmos, símbolos y comparaciones… El poeta es la conciencia de las palabras, es decir, la nostalgia de la realidad real de las cosas"[2]. Aquí las palabras se atropellan para buscar su propio peso, su configuración y su espacio. Quizás por esa circunstancia, a veces la lectura de Mezclaje se nos traba y tenemos que sacudirnos, para no terminar embriagados por la palabra. Por ratos, el lenguaje se hace de difícil comprensión y el camino de la lectura se vuelve penoso. No obstante, en beneficio de César Chirinos tenemos que acotar, que él permite que el mundo se diga a sí mismo, con su propia fabla y de esta manera facilita, lo que Paz llama “la precaria unidad entre el hombre y su mundo”. Y para tejer ese enlace, Chirinos se vale de las palabras que le sirven de vaso comunicante. En esta dirección, él permite que la vida haga su propio registro, teniendo a veces que inventar palabras para que ese cometido se cumpla. Aunque quizás a veces las invente para aumentar las dudas y cavilaciones del lector.
         Esa habla viene dada por personajes sonámbulos, hijos de la noche, jugadores de gallo y de lotería, funambulescos, atormentados, esperanzados, que discurren del mercado al botiquín y de allí al pueblo o al país. Resulta curioso, por ejemplo, que Uyón Vivas, desde su rincón prostibulario, moviendo el hielo de su ron con el dedo, saca cuentas, calcula, discute, anuncia la lectura de su mundo; un mundo que para los demás es casi o completamente imaginario, pero que para él existe, con sus personas de carne y hueso, sus animales, sus fantasmas, sus recuerdos.
         Y así vemos desfilar al propio autor, protagonizando sus angustias; Juan de Dios, Príamo Oñate, la Anadeadora y demás mujeres que hacen vida en el bar. A Honelia, la que después de graduada se quedó dando clases en la misma aula en la que estudiaba y ahora la invade el remolino de la duda y el inasible drama de la mujer libre que no termina de encontrarse. Ellos son los personajes –aquí no están todos enumerados- que sabiéndolo o no, escriben y reescriben cada día la historia personal. Algunos la escriben apoyándose en la “poesía crítica botiquinera” (p. 38); historia “escrita a mano, más con instrumentos de cirugía intuitiva que herramientas aristotélicas. Hoja suelta, sangre suelta, pasión suelta, inspiración suelta, ebriedad suelta” (p. 38).
         Tragedia suelta como la Príamo Oñate, el rookie de la temible “bola de tenedor” que se quedó esperando, para que los demás dijeran, “vean quién va ahí… la última bola de tenedor que nos va quedando” (p. 60). Y mire que es una tragedia ajena y cercana, porque cuántos rookies ha visto usted vagar, “cuesta abajo en la rodada”, como dice el tango. Este Príamo –y permítame el flashback- me trajo a la memoria, a aquel primera base bajito, flaco casi hasta la transparencia, que jugaba para Cardenales de Lara, que si mi erudición beisbolera no me falla, estuvo antes con el Pastora. Pues ese primera base las atrapaba todas y cuando más hacía falta se aparecía con un jit salvador. A ese, que en mis días infantiles, yo daba por descontado que terminaría paseándose por los estadios de las Grandes Ligas; un día, para mi tristeza, lo encontré por ahí, alcohólico, desamparado, flotando en sus fantasmas de súper pelotero.

         III
         Más que seguirle la huella a algún personaje citadino, el autor de Mezclaje tiende la mirada sobre la ciudad. Busca en su intimidad, examina sus tentaciones, palpa la textura de las emociones.
         La ciudad no es vista simplemente como un hábitat, como un espacio para las andanzas rutinarias. Ni mucho menos es observada a través de un cristal dócil, simplificador del entorno. En contrapartida, a cualquier intento que se remita a la situación eventual o anecdótica, aquí se apuesta a un encuadre sugerente y develador de la trama citadina. Un lenguaje que busca atrapar las ondulaciones de cada movimiento de la ciudad.
         En este Mezclaje, Maracaibo está allí, navegando en su ritmo, empeñándose en atemperar las duras tensiones del tiempo. Más que un hábitat, entonces, es un medio fecundo para estimular profundas relaciones e interrelaciones entre su gente.
         Empleando las palabras del autor, podemos decir que en Mezclaje la ciudad es vista “en las expresiones turbias, los ángulos torcidos, los claroscuros y los colores cenizos” (p. 40); es vista “en la interpretación irónica que Regne Ojeda -¿Ender Cepeda?- y Legna Añep -¿Angel Peña?- hacen de la arquitectura, el paisaje y los personajes citadinos” (p. 40). 

IV
         “El teatro de la vida es un monstruo de mil cabezas” (p. 112). Precisamente lo que justifica y valida a Mezclaje, es ese intento por adentrarse en la senda abigarrada y confusa, en los vericuetos sin regreso, en tantas situaciones absurdas que cotidianamente mueven los hilos de la ciudad. Es allí, en esa arena movediza, en donde Mezclaje gana su interés; deriva el toque singular que la pone a salvo de cierta narrativa insípida y vacía.
         Mezclaje se nutre de la teatralidad de la vida. Aunque a César Chirinos le parezca simplista el viejo aforismo de que “cada cabeza es un mundo”, no puede evitar que cada personaje conviva con sus nostalgias, se hable a sí mismo, haga una lectura del mundo, a partir de las propias convicciones y percepciones, es decir, no puede evitar que cada quien vea el mundo a su manera. Esa es la bondad y verdad de Mezclaje. Esta es la fuerza secreta que le permite sobrevivir al silencio.



[1] Publicado en la revista En Ristre N° 2, septiembre-noviembre de 1991.
[2] Paz, Octavio. Conjunciones y disyunciones, p. 115.

martes, 23 de octubre de 2018

Ciudadanía maracucha



(Orlando Villalobos)
La recuperación del centro histórico de Maracaibo, que ya comenzó, tiene un impacto benefactor para el resto de la ciudad. Hay que solo imaginar lo que representa un centro ordenado, limpio y reluciente que se pueda visitar, recorrer y disfrutar; que se pueda aprovechar para explicar a propios y extraños nuestra historia, arquitectura y tradiciones. Explicar, por ejemplo, lo que significan el Teatro Baralt, la Casa de Morales, la Casa de Gobierno o de la Gobernación, el edificio del antiguo mercado, hoy convertido en el Centro de Arte Lía Bermúdez, la relación directa entre el lago y la ciudad, el valor de los monumentos religiosos que forman parte del patrimonio histórico de Maracaibo: la iglesia Santa Ana, el convento de San Francisco, la catedral de Maracaibo y otros. Estamos hablando de que buena parte de ese patrimonio histórico, cultural y ambiental del estado Zulia están en ese centro histórico.
En una palabra revalorizar. Lo que no se conoce no se cuida, ni se quiere, ni se defiende.
En sentido estricto, cabe la aplicación de las tres R: recuperar, rehabilitar y revalorizar, todo eso es necesario porque no se trata sólo de lo físico, sino también de recuperar las prácticas sociales y ciudadanas.
Tengamos en cuenta que con el deterioro y pérdida del centro, de su marginalización, se disolvió el tejido social y todo eso se convirtió en un espacio de negación de la ciudadanía. El centro se veía como algo peligroso y además desaconsejable. Allí imperaba la cultura del “sálvese quien pueda”, o aquello de que si no te lo hacían a la entrada, te lo hacían a la salida. Los valores históricos, patrimoniales y arquitectónicos terminaron tapiados por los tarantines improvisados y el caos convertido en forma de vida.
Por eso, ahora, hay que volver a lo ciudadano, no como algo que se decreta, sino porque se construye, “golpe a golpe y verso a verso”.
Ciudadanía significa que nos reconocemos en lo que somos y en lo que hacemos; que acudimos a un mercado no como vulgares consumidores, o como parte del necesario intercambio de bienes. Es mucho más. Es hacer uso de un territorio indispensable para la convivencia, el reencuentro y la comunicación, en el sentido de juntar lo que tenemos en común.
La idea de ciudadanía la asociamos a la posibilidad de sentirnos como parte de una comunidad y estar incluidos. Esa es la sensación que sentimos cuando volvemos al barrio o pueblo, en donde nacimos y crecimos. Allí nos reencontramos con los otros pero también con lo que somos. Sin decirlo, sentimos que allí comenzó todo. Cerca estaba la escuela, el juego, la casa paterna, los abuelos, las primeras andanzas. Cuando eso lo vamos dejando atrás o lo perdemos nos vamos excluyendo de la comunidad. Eso que nos sucede como personas lo podemos llevar al plano colectivo.
La identificación del pueblo maracaibero con el centro histórico se fue perdiendo a través de un proceso de distorsión que llevó décadas. No fue que las mafias transnacionales llegaron y fueron copando los espacios. Hubo dejadez, complicidad y abandono.
Muchas de las voces plañideras que ahora dicen redescubrir el centro histórico ocuparon posiciones de poder y nada hicieron o fueron cómplices de una destrucción sistemática que, sin querer queriendo, favoreció la penetración de prácticas perversas. Eso sucedió con los gobiernos de los Rosales, verbigracia. Recuperar ese centro histórico para el ejercicio ciudadano y comunitario requiere, principalmente, de políticas claras y precisas y de una voluntad de gestión definida y compartida. Solo así.
Para que ese centro histórico renazca para la ciudadanía se requieren de circuitos culturales, de la recuperación del mercado, del uso del malecón para la recreación, de estímulo al turismo, eso y mucho más, pero fundamentalmente de una voluntad política de cambio como la que se ha comenzado a poner de manifiesto (Orlando Villalobos).













Epifanía maracucha



Esta historia comenzó con la destrucción del centro histórico por la aplicación de conceptos al uso y la moda, en la década de los 70, durante el gobierno de Rafael Caldera, que buscó una supuesta “renovación” y dejó de lado el valor histórico de ese centro urbano, donde se originó la ciudad. El resultado está a la vista, hay un centro histórico semipoblado y a la deriva, que viene siendo utilizado y explotado por las mafias que cultivan delitos como la prostitución, el tráfico de personas, el lavado de dinero, el ataque contra el Bolívar, en fin. La caída del centro de la ciudad, en manos perversas, resume el conjunto de males que atacan y destruyen el tejido social de una ciudad con identidad, historia, símbolos, valores y orgullo.
Poco a poco ese centro de la ciudad se iba degradando y perdiendo, frente a la inacción cómplice de autoridades, gobernadores y alcaldes. De allí el impacto inmediato que han tenido las políticas públicas, traducidas en decretos que han revolucionado la ciudad. Son los decretos de la Alcaldía Bolivariana de Maracaibo. Son el 35 que declara zona de protección especial el patrimonio histórico y cultural del casco central de Maracaibo y dice que se harán varias intervenciones para el saneamiento y reordenamiento del centro; y el decreto 36, que ordena la intervención  de mercados privados y centros comerciales del municipio Maracaibo, ubicados en la periferia del casco central. Se refiere a los mercados Las Pulgas, Las Playitas, Callejón de los Pobres, y a los centros comerciales La Redoma, Plaza Lago y Bingo Reyna.
Pero más importante que los documentos está la acción emprendida. Apenas ha comenzado la recuperación y ya es visible la diferencia en los videos, fotos y en las visitas que cualquiera puede realizar. La madeja de tarantines, caos y desorden está siendo desplazada y borrada, para que las calles puedan respirar nuevamente y la arquitectura, identidad y símbolos de ese Maracaibo de siempre resurja.
Una de las distorsiones que se ha encontrado, que ha sido denunciada por el alcalde Willy Casanova, es que las edificaciones históricas del casco central y de la fachada de la avenida Libertador están en manos de extranjeros y de las mafias, compradas o adquiridas recientemente con recursos provenientes de las prácticas del “bachaqueo” de alimentos, combustible y de medicamentos, “y convertidas en hostales improvisados o en grandes almacenes que le servían a la economía de “Las Pulgas””. Este solo dato muestra la dimensión compleja de la acción emprendida y de sus múltiples implicaciones.
Todo está por realizarse. Pero ya comenzó esta epifanía o renacimiento de Maracaibo. Hace unos días, acostumbrados como estamos a la parsimonia, la burocracia y la complicidad, eso parecía imposible. Era público y notorio que desde el mercado “Las Pulgas” se jugaba con los precios, se especulaba y se sembraba el miedo con el aquí “manda Colombia”, de las mafias transnacionales. La anomia se realimentaba y nada parecía detenerla.
Maracaibo no se explica a partir de un único relato, pero no cabe duda que esta acción, emprendida por la alcaldía y la gobernación, modifica la situación.
Lo que viene –¡toco madera!- o mejor dicho, lo que falta, es proseguir con estas políticas públicas que hagan posible la recuperación de Maracaibo, empezando por el centro.
Estas políticas se exponen y manifiestan a través de distintos lenguajes. El poético, entendido como la forma que asumen la identidad, la memoria y las historias de las calles, esquinas y espacios del centro; la ciudad como escenificación, como posibilidad de espacio para vivir, hacer, caminar, jugar; y lo político, asumido como espacio de acción comunal y comunitaria, como lugar de encuentro, de intercambio y de experiencias de vida. Cito al filósofo francés Olivier Mongin (La condición urbana, 2006) quien explica que la experiencia de la ciudad es multidimensional, cumple un cometido poético, desarrolla un espacio escénico y crea espacio político.
Todo al mismo tiempo porque se trata de recuperar una forma de vida que tiene raíces en ese territorio urbano y crucial al que pertenecemos. (Orlando Villalobos)



martes, 9 de enero de 2018

Maracaibo, la canción

(Orlando Villalobos)
La banda sonora o musical de Maracaibo está recogida en temas emblemáticos. Hay varios cosechados sobre la misma tierra que sobresalen, la “La grey zuliana” y “Maracaibo en la noche”, “Maracaibo Florido”, de Rafael Rincón González; “Pa Maracaibo me voy”, con Cheo García y así muchos más. Todavía falta añadir las gaitas que hacen justicia con la ciudad, el puerto, las tradiciones y costumbres, los personajes, la comida y la historia regional.
Pero también hay canciones foráneas que han resaltado el espíritu y la vida de Maracaibo. La más famosa de estas canciones que vinieron es el “Maracaibo oriental” de Benny Moré. Hay quienes dicen que se llama “Mi son Maracaibo”. La composición es del cubano José Artemio Castañeda, quien en una entrevista –que está en Internet- explica que un día en un baile le pidieron un Maracaibo como tema; por lo visto era como un género. El la compuso a la carrera y lo demás es crónica conocida. En esa época llegaban al puerto de Maracaibo muchos músicos y artistas cubanos, mexicanos y antillanos, que eran contratados para actuar en las emisoras de la ciudad y en la Costa Oriental del lago, en los clubes de las empresas petroleras.
En Maracaibo había tres emisoras, Ecos del Zulia, Ondas del Lago y Radio Popular, en las que los cantantes y músicos se presentaban en vivo. Ecos del Zulia, en la década de los 50 tenía un programa musical diario, por el que desfilaron numerosos cantantes. Su nombre, “Caminos musicales Westinghouse”. Además de las emisoras, los artistas que venían se presentaban en el Teatro Baralt y otros cines y teatros, y en clubes privados y hoteles de la ciudad.
Mario Moreno, Cantinflas, el 29 de junio de 1957, actuó en el Estadio Olímpico, acompañado por el cantante zuliano Armando Molero. El 25 de junio de ese año, Los cuatro hermanos Silva, de Chile, actuaron en Radio Popular. Ese mismo año, el 6 de mayo se presentó Daniel Santos y su orquesta Venezuela, en Ecos del Zulia y en el canal de televisión de la ciudad, Televisa del Zulia. El 20 de mayo actuó el cantante californiano Andy Rusell, en el salón Windsor del Hotel Detroit, luego desaparecido. El 1 de marzo la bailarina cubana Blanquita Amaro, muy conocida en ese momento, actuó en el teatro Paramount y durante varios días en la emisora Ondas del Lago. La lista es larga. El mexicano Pedro Vargas vino en diciembre de 1956 y se presentó durante una semana en Ecos del Zulia. En septiembre de ese año vino Lucho Gatica y actuó en Ondas del Lago y en el Teatro Baralt. La cubana Carmen Delia Depini vino el 5 de junio de 1956 y actuó en Ecos del Zulia. Cierro este resumen incompleto y parcial con el mexicano Tito Guizar, quien se presentó en julio de 1955 en Ondas del Lago. Ese año también vinieron Alberto Beltrán, “El negrito de El Batey”, en agosto, y actuó en Ecos del Zulia; la bailarina Yolanda Montes, “Tongolele”, que llegó el 11 de junio contratada por la Empresa Baralt, y el cantante y actor mexicano Fernando Fernández, quien llegó el 24 de septiembre y también actuó en Ecos del Zulia. En 1951 vinieron el cantante mexicano Fray José Mojica, quien llegó el 9 de febrero y se presentó en la noche en el Teatro Baralt, y María Victoria Cervantes, mexicana, “la mujer de la voz sensual”, llegó el 1 de julio.
El renombrado Carlos Gardel debutó el 19 de mayo de 1935 en el Teatro Metro, pero esa es otra crónica.
Para retomar el hilo sobre Maracaibo y la canción, hay que anotar que Benny Moré, llegó a Maracaibo el 24 de enero de 1956, para un largo periplo que lo llevó a emisoras, teatros y clubes. ¿No será que esa visita del Bárbaro del Ritmo es la clave de la explicación sobre “Mi son Maracaibo”? Como hipótesis es muy apreciable. Lo cierto es que la canción interpretada por Benny Moré llegó para quedarse en la historia con sabor local.
Hay otras canciones foráneas. Reúno un catálogo de otras tres versiones que se refieren a Maracaibo, que se ubican en Internet. El grupo musical español La Unión, conocido ampliamente por su tema himno “Lobo hombre en París”, incluyó en su álbum de 1988 “Vivir al este del edén”, un tema titulado Maracaibo. La canción dice en una estrofa: "Yo vi gente mezclar su sangre con el oro negro, en los lagos de Maracaibo". Si alguien se guía por la canción creería que hay varios lagos de Maracaibo. Sin querer queriendo, la canción reproduce la versión de cronistas de indias que vinieron y dijeron que aquí había varias lagunillas. Probablemente lo hicieron para impresionar a los monarcas españoles y justificar la expedición, pero también puede haber sido por desconocimiento, que si a ver vamos es más que perdonable, si tomamos en cuenta la época. Es más imperdonable que en tiempos actuales una versión así circule, por desconocimiento o por descuido.
Un segundo tema es de Manu Chau, el cantautor francés de origen español, quien ofrece una breve referencia a Maracaibo en “Lágrimas de oro”, un tema de su álbum Clandestino (1998). En “Lágrimas de oro” Manu Chau dice: "Llegó el Cancodrilo (sic) y Súper Changó y toda la vaina de Maracaibo". Hay quienes interpretan esta referencia como algo despectivo. Merece ser revisada la apreciación de Maracaibo.blogspot.com sobre el tema.
Hay otra canción foránea que habla de Maracaibo, es la escrita en los años 70 por David Riondino e interpretada por Rafaela Carrá. Resultó todo un éxito, por lo menos en Italia. En esa letra es claro que la historia de la canción se deriva de un bar, Barracuda, ubicado en Maracaibo.