domingo, 3 de julio de 2016

El periodismo necesario

I
(Orlando Villalobos Finol)

No parece que el periodismo vaya a desaparecer. Hay que decirlo porque no faltan voces agoreras y pesimistas. Pero hay que registrar los cambios en desarrollo. Ya experimentamos un cambio de soporte. Poco a poco se va perdiendo el hábito de salir a comprar el periódico. Los periódicos que fueron imprescindibles y parte del desayuno cotidiano de generaciones anteriores le ceden el paso a los medios digitales.
Los periódicos van desapareciendo porque los insumos para su producción son cada vez más costosos, en especial el papel, pero sobre todo porque no se han adaptado a las transformaciones en marcha. Han seguido su camino como si nada y con Internet ya el lector sabe lo que está pasando, en tiempo real. ¿Para qué comprar un periódico que nos diga las noticias de ayer, si ya eso lo sabemos a través de los medios digitales y de las redes sociales?
Los periódicos siguen la ruta del declive, sin embargo, el periodismo sigue siendo necesario como el oxígeno. Sigue pero con nuevo soporte y con tinta digital. El olor a la tinta impresa se va evaporando.
Saber lo que ocurre, estar informado es una necesidad social. Además, el periodismo es necesario e insustituible en la inmensa tarea de crear o construir puentes para el acuerdo, la convivencia y el encuentro ciudadano y comunitario; para construir el tejido social que nos coloca a distancia prudente de la barbarie.
En sociedades tan desiguales y en medio de conflictos, como las nuestras, el periodismo es necesario si actúa con autenticidad y equilibrio; si se deja guiar por la buena fe y propicia el fair play; si renuncia a esos atavismos de objetividad que lo hacen parcial y acomodaticio; si renuncia al relato que favorece a los poderosos.

II
Tendría yo 16 o 17 años y estaba participando en un programa de radio, en Radio Mara, una emisora que en aquella época sobresalía por sus programas de opinión y de participación. Era de los hermanos Govea, vinculados a AD y uno de ellos al MIR en una etapa anterior. De pronto el entrevistador suspendió la entrevista y en off, fuera del aire, me dijo: “Vete rápido de la emisora no vaya a ser que la Disip te venga a buscar”. La Disip era un temible cuerpo represivo que detenía primero y averiguaba después. El entrevistador estaba asustado.
Qué había hecho para merecerme esa interrupción y ese trato. Yo en mi efervescencia juvenil me había referido a la Disip como un cuerpo formado por “esbirros”. Usé esa palabra. Ese era el pecado cometido. Las palabras eran sospechosas.
La referencia viene a cuento para ilustrar la larga etapa que experimentó el país, una vez concluido el periodo de la nefasta dictadura encabezada por Pérez Jiménez, que termina en 1958.
Si en la etapa de la dictadura los derechos sociales, políticos y económicos fueron literalmente prohibidos, en la época en la dominan los gobiernos de AD y Copei estaban francamente disminuidos y limitados. El pensamiento crítico y disidente tenía muy pocas posibilidades de expresarse abiertamente. Necesariamente debemos situarnos en el contexto de entonces para aproximarnos a su comprensión.
Con el llamado acuerdo de las élites que gobiernan después de 1958, el llamado Pacto de Punto Fijo, una parte sustancial política y cultural había sido excluida. En la década de los años 60 el Partido Comunista y el MIR estaban ilegalizados, varios diputados de izquierda fueron encarcelados y desde la segunda mitad de esa década varios movimientos participaron de la lucha armada. Según investigaciones recientes de la Fiscalía General de la República en aquellos años en Venezuela se incurrió en detenciones arbitrarias, se desapareció y asesinó a militantes políticos.
En aquellas condiciones, lo demás se daba por añadidura. La censura y la persecución política estaban racionalizadas y naturalizadas. Así como había movimientos políticos que no podían tener representación legislativa, así mismo se practicaba una idea precaria de las libertades.
En ese clima influyó de manera determinante la poca o nula tradición democrática del país.  En el siglo XX, Juan Vicente Gómez impuso una férrea y tenebrosa censura y prohibió las expresiones y organizaciones políticas. Con Medina en 1941 y con la presidencia de Rómulo Gallegos, en 1948, que apenas alcanzó los nueve meses, se conoció una cierta apertura, pero nada más. Desde 1948 hasta 1958 permanece la dictadura de Pérez Jiménez y en la década de los 60, Rómulo Betancourt se refugia en el subterfugio de la emergencia del país para limitar e impedir las manifestaciones democráticas. Así llegamos a las décadas de 1970, 1980 y 1990, con un país que tenía una Constitución nacional, aprobada en 1961, que garantizaba las libertades pero que en la práctica seguían suspendidas o conculcadas. La opinión era considerada un delito que te podía llevar a la privación de la libertad. Hubo periodistas a quienes se les abrió un expediente para un juicio militar por haber hecho una entrevista o firmar una nota que el gobierno de la ocasión considerada delito o asunto prohibido e ilegal. La noción de ciudadanía como ejercicio de deberes y derechos apenas estaba anotada en el papel.
Para cualquier duda estaba el propio ejercicio de los medios masivos. Las voces críticas al gobierno y al sistema no tenían espacio. No deja de ser admirable que periodistas como José Vicente Rangel se mantuviera en el periodismo de opinión, y que un luchador político como Domingo Alberto Rangel fuera una firma acostumbrada en el diario Panorama. Pero no había muchos. En la televisión, las voces antisistema no tenían presencia; y en la radio eran muy pocas las que se filtraban. Esos eran los medios, espacios cerrados para el debate, la denuncia y la presencia ciudadana. Un periodista que llegaba a trabajar en un medio sabía que tenía que apegarse a pie juntillas a líneas editoriales conservadoras y cómplices, sin otra opción. Las revistas alternativas e independientes eran ocasionales aunque algunas dejaran huella. Me refiero a Quincena de Domingo Alberto Rangel, Proceso Político, Al Margen de Simón Sáez Mérida, en los años 80, pero estos eran pequeños espacios de resistencia.
En aquellos medios masivos predominantes y hegemónicos prevalecía una élite que en términos intelectuales o académicos no lo era tal, pero se autoproclamaba. Desde la televisión personajes influyentes como Carlos Rangel, Sofía Imber y Renny Ottolina predicaban en favor del sentido común liberal y señalaban como sospechoso a quien osara proponer cambios sociales y económicos. El país tenía dueños y los derechos ciudadanos formaban parte de la ficciones de la época.
Para decirlo en palabras de Habermas, había una esfera pública limitada; en los hechos se produjo una refeudalización de la vida pública. Los medios se colocaron al servicio de los intereses creados por la dominación, para crear mentalidades sumisas y racionalizar y justificar la fábrica de pobreza en la que se convirtió Venezuela. 

  III
Una nueva realidad sociopolítica se sigue asomando con fuerza en América Latina. Desde finales de la década de los 90 y desde comienzos del siglo XXI se hicieron visibles y manifiestos los cambios. Aquellas políticas agresivamente neoliberales de los 90 despertaron la furia popular y así poco a poco fueron emergiendo otros liderazgos.
El nuevo paisaje  repercutió en la comunicación y ganó fuerza la idea y la convicción de dar paso a una democratización de la palabra y de la imagen. Algo o mucho había cambiado y eso se fue manifestando en nuevas legislaciones, en nuevas reglas del juego, que buscaban frenar la concentración monopólica de la propiedad sobre los medios, actualizar las normas para la concesión y la fiscalización de las licencias de radio y televisión, y abrir nuevos espacios comunicacionales que incluyan a voceros y movimientos tradicionalmente relegados.
Dicho hasta acá aparece un primer nudo conflictivo en el debate. ¿Cómo es eso de que se van a expresar y desarrollar políticas públicas? ¿No se supone que estos asuntos de la propiedad, la economía y la comunicación, son asuntos de particulares? No es de extrañar que desde el principio haya quienes se declaren abiertamente contrarios de la insurgencia de estas políticas públicas.
Conviene traer a colación que las políticas públicas en materia de comunicación, educación y cultura aparecen en Europa después de la II Guerra Mundial, para buscar garantizar los derechos esenciales de los ciudadanos.
La prueba de la intervención del Estado, en el pasado reciente, está en el conjunto de leyes que ha habido para proteger y regular el cine, la radio, la televisión y el ejercicio del periodismo. Cuando se habla de normas, leyes y regulaciones no se parte de cero, ni se descubren las políticas comunicacionales.
De esa intervención reciente del Estado encontramos, en Venezuela, el surgimiento de nuevas leyes, más canales y medios públicos, una modificación del espectro radioeléctrico generando una mayor diversidad, un campo propicio para la comunicación comunitaria, que se concreta en la aprobación reciente de una Ley de la Comunicación Popular. ¿Esto es mucho o poco? Depende.
Quizás el imponderable más apreciable de esta etapa reciente, que en Venezuela lleva el sello de la revolución bolivariana, es el de una mayor participación ciudadana; más opinión y debate político. El venezolano no solo habla de política, sino que toma partido, vive intensamente lo que sucede en el espacio público. Los gobiernos neoliberales prefieren que el ciudadano mire para otro lado y se conforme con los asuntos de farándula y de los deportes. La fórmula de los gobiernos neoliberales es más banalidad del mal.
Pero falta mucho por ocurrir para que haya cambios verdaderos. Hemos llegado hasta aquí con unos medios públicos que confunden política con propaganda; que muchas veces se extralimitan y se conforman con el rol de cuidar la imagen de ministros y funcionarios públicos. Esos medios públicos desatentos, o deliberadamente desatentos, han mirado para otro lado cuando determinados funcionarios han amasado verdaderas fortunas y luego, tal como lo indica el guion del inconsecuente, se han ido con su morral de bienes mal habidos.
La gracia está en hacer las denuncias a tiempo, no ocultarlas, ni ningunearlas.
Eso ocurre, es probable, porque se tiende a confundir lo público con lo estatal y lo gubernamental. Se deja de lado la acción comunitaria y popular. Se mira con desconfianza la crítica y se desconoce que el mensaje que viene de las comunidades es urgente y necesario, para que haya correcciones oportunas.
Estamos en un momento de crisis abierta y desenfrenada que pone en riesgo todo, lo mucho y lo poco, que se ha podido construir.
¿Desde el punto de vista de la comunicación, qué ha sucedido o ha dejado de suceder para que estemos en este punto de quiebre? ¿Es válido que un medio público se siga comportando como si esta crisis no se hubiera instalado en nuestras costas, calles Y casas?
Detengámonos un instante para mirar lo que hace VTV que no considera noticia que la fiscalía haya desechado el juicio contra los asesinos intelectuales del líder indígena Sabino Romero. O que se vanagloria de cualquier declaración que dé un dirigente del gobierno, como si aquello fuera inevitablemente verdad. Detengámonos en lo que hace TVES, que tiene espacios que se refugian en los antivalores de siempre con el pretexto de conseguir rating.
Pudiéramos hacer muchas consideraciones sobre el papel que corresponde a un medio público, y a un canal que se considere de todos los venezolanos. Pero hay un asunto central y crucial, la comunicación, el periodismo y un medio público, están para hacer lo que tienen que hacer, desde el punto de vista revolucionario. Es muy fácil de saberlo: crear conciencia. Para conseguir ese ideal se requieren acciones e iniciativas, pero también un discurso que lo explique, porque como lo han explicado Paulo Freire, Leonardo Boff, Frei Betto, y tantos otros, crear conciencia significa conjugar, en la actividad social y política, los principios éticos y el compromiso con “la causa liberadora de los pobres (…) Concientizar es propiciar que los oprimidos y los militantes políticos logren un distanciamiento crítico frente a esa ideología dominante, de modo que asuman prácticas innovadoras y renovadoras, rechazando –en la medida de lo posible- influencias que puedan inducirlo a adoptar –en nombre de una nueva sociedad– prácticas típicas de los opresores” (Betto, Elogio de la concientización), como es el caso del corrupto, o del que tortura.
Cuenta García Márquez que en una ocasión le preguntaron a Oscar Wilde cuál es el papel que corresponde a un escritor revolucionario, y su respuesta fue: “Escribir bien”. En ese mensaje está señalado el rol que le corresponde ejercer al periodismo, asumir con pasión, ética y responsabilidad un ejercicio que contribuya a la creación de un tejido social solidario y una sociedad con justicia social y que materialice el buen vivir.


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