I
(Orlando
Villalobos Finol)
No
parece que el periodismo vaya a desaparecer. Hay que decirlo porque no faltan
voces agoreras y pesimistas. Pero hay que registrar los cambios en desarrollo.
Ya experimentamos un cambio de soporte. Poco a poco se va perdiendo el hábito
de salir a comprar el periódico. Los periódicos que fueron imprescindibles y
parte del desayuno cotidiano de generaciones anteriores le ceden el paso a los
medios digitales.
Los
periódicos van desapareciendo porque los insumos para su producción son cada
vez más costosos, en especial el papel, pero sobre todo porque no se han
adaptado a las transformaciones en marcha. Han seguido su camino como si nada y
con Internet ya el lector sabe lo que está pasando, en tiempo real. ¿Para qué
comprar un periódico que nos diga las noticias de ayer, si ya eso lo sabemos a
través de los medios digitales y de las redes sociales?
Los
periódicos siguen la ruta del declive, sin embargo, el periodismo sigue siendo
necesario como el oxígeno. Sigue pero con nuevo soporte y con tinta digital. El
olor a la tinta impresa se va evaporando.
Saber
lo que ocurre, estar informado es una necesidad social. Además, el periodismo
es necesario e insustituible en la inmensa tarea de crear o construir puentes
para el acuerdo, la convivencia y el encuentro ciudadano y comunitario; para
construir el tejido social que nos coloca a distancia prudente de la barbarie.
En
sociedades tan desiguales y en medio de conflictos, como las nuestras, el
periodismo es necesario si actúa con autenticidad y equilibrio; si se deja guiar
por la buena fe y propicia el fair play; si renuncia a esos atavismos de
objetividad que lo hacen parcial y acomodaticio; si renuncia al relato que
favorece a los poderosos.
II
Tendría
yo 16 o 17 años y estaba participando en un programa de radio, en Radio Mara,
una emisora que en aquella época sobresalía por sus programas de opinión y de
participación. Era de los hermanos Govea, vinculados a AD y uno de ellos al MIR
en una etapa anterior. De pronto el entrevistador suspendió la entrevista y en
off, fuera del aire, me dijo: “Vete rápido de la emisora no vaya a ser que la
Disip te venga a buscar”. La Disip era un temible cuerpo represivo que detenía
primero y averiguaba después. El entrevistador estaba asustado.
Qué
había hecho para merecerme esa interrupción y ese trato. Yo en mi efervescencia
juvenil me había referido a la Disip como un cuerpo formado por “esbirros”. Usé
esa palabra. Ese era el pecado cometido. Las palabras eran sospechosas.
La
referencia viene a cuento para ilustrar la larga etapa que experimentó el país,
una vez concluido el periodo de la nefasta dictadura encabezada por Pérez
Jiménez, que termina en 1958.
Si en
la etapa de la dictadura los derechos sociales, políticos y económicos fueron
literalmente prohibidos, en la época en la dominan los gobiernos de AD y Copei
estaban francamente disminuidos y limitados. El pensamiento crítico y disidente
tenía muy pocas posibilidades de expresarse abiertamente. Necesariamente
debemos situarnos en el contexto de entonces para aproximarnos a su comprensión.
Con el
llamado acuerdo de las élites que gobiernan después de 1958, el llamado Pacto
de Punto Fijo, una parte sustancial política y cultural había sido excluida. En
la década de los años 60 el Partido Comunista y el MIR estaban ilegalizados,
varios diputados de izquierda fueron encarcelados y desde la segunda mitad de
esa década varios movimientos participaron de la lucha armada. Según
investigaciones recientes de la Fiscalía General de la República en aquellos
años en Venezuela se incurrió en detenciones arbitrarias, se desapareció y
asesinó a militantes políticos.
En
aquellas condiciones, lo demás se daba por añadidura. La censura y la
persecución política estaban racionalizadas y naturalizadas. Así como había
movimientos políticos que no podían tener representación legislativa, así mismo
se practicaba una idea precaria de las libertades.
En ese
clima influyó de manera determinante la poca o nula tradición democrática del
país. En el siglo XX, Juan Vicente Gómez impuso una férrea y tenebrosa
censura y prohibió las expresiones y organizaciones políticas. Con Medina en
1941 y con la presidencia de Rómulo Gallegos, en 1948, que apenas alcanzó los
nueve meses, se conoció una cierta apertura, pero nada más. Desde 1948 hasta
1958 permanece la dictadura de Pérez Jiménez y en la década de los 60, Rómulo
Betancourt se refugia en el subterfugio de la emergencia del país para limitar
e impedir las manifestaciones democráticas. Así llegamos a las décadas de 1970,
1980 y 1990, con un país que tenía una Constitución nacional, aprobada en 1961,
que garantizaba las libertades pero que en la práctica seguían suspendidas o
conculcadas. La opinión era considerada un delito que te podía llevar a la
privación de la libertad. Hubo periodistas a quienes se les abrió un expediente
para un juicio militar por haber hecho una entrevista o firmar una nota que el
gobierno de la ocasión considerada delito o asunto prohibido e ilegal. La
noción de ciudadanía como ejercicio de deberes y derechos apenas estaba anotada
en el papel.
Para
cualquier duda estaba el propio ejercicio de los medios masivos. Las voces
críticas al gobierno y al sistema no tenían espacio. No deja de ser admirable
que periodistas como José Vicente Rangel se mantuviera en el periodismo de
opinión, y que un luchador político como Domingo Alberto Rangel fuera una firma
acostumbrada en el diario Panorama. Pero no había muchos. En la televisión, las
voces antisistema no tenían presencia; y en la radio eran muy pocas las que se
filtraban. Esos eran los medios, espacios cerrados para el debate, la denuncia
y la presencia ciudadana. Un periodista que llegaba a trabajar en un medio
sabía que tenía que apegarse a pie juntillas a líneas editoriales conservadoras
y cómplices, sin otra opción. Las revistas alternativas e independientes eran
ocasionales aunque algunas dejaran huella. Me refiero a Quincena de Domingo
Alberto Rangel, Proceso Político, Al Margen de Simón Sáez Mérida, en los años
80, pero estos eran pequeños espacios de resistencia.
En
aquellos medios masivos predominantes y hegemónicos prevalecía una élite que en
términos intelectuales o académicos no lo era tal, pero se autoproclamaba.
Desde la televisión personajes influyentes como Carlos Rangel, Sofía Imber y
Renny Ottolina predicaban en favor del sentido común liberal y señalaban como
sospechoso a quien osara proponer cambios sociales y económicos. El país tenía
dueños y los derechos ciudadanos formaban parte de la ficciones de la época.
Para
decirlo en palabras de Habermas, había una esfera pública limitada; en los
hechos se produjo una refeudalización de la vida pública. Los medios se
colocaron al servicio de los intereses creados por la dominación, para crear
mentalidades sumisas y racionalizar y justificar la fábrica de pobreza en la
que se convirtió Venezuela.
III
Una
nueva realidad sociopolítica se sigue asomando con fuerza en América Latina.
Desde finales de la década de los 90 y desde comienzos del siglo XXI se
hicieron visibles y manifiestos los cambios. Aquellas políticas agresivamente
neoliberales de los 90 despertaron la furia popular y así poco a poco fueron
emergiendo otros liderazgos.
El
nuevo paisaje repercutió en la comunicación y ganó fuerza la idea y la
convicción de dar paso a una democratización de la palabra y de la imagen. Algo
o mucho había cambiado y eso se fue manifestando en nuevas legislaciones, en
nuevas reglas del juego, que buscaban frenar la concentración monopólica de la
propiedad sobre los medios, actualizar las normas para la concesión y la
fiscalización de las licencias de radio y televisión, y abrir nuevos espacios
comunicacionales que incluyan a voceros y movimientos tradicionalmente
relegados.
Dicho
hasta acá aparece un primer nudo conflictivo en el debate. ¿Cómo es eso de que
se van a expresar y desarrollar políticas públicas? ¿No se supone que estos
asuntos de la propiedad, la economía y la comunicación, son asuntos de
particulares? No es de extrañar que desde el principio haya quienes se declaren
abiertamente contrarios de la insurgencia de estas políticas públicas.
Conviene
traer a colación que las políticas públicas en materia de comunicación,
educación y cultura aparecen en Europa después de la II Guerra Mundial, para
buscar garantizar los derechos esenciales de los ciudadanos.
La
prueba de la intervención del Estado, en el pasado reciente, está en el
conjunto de leyes que ha habido para proteger y regular el cine, la radio, la
televisión y el ejercicio del periodismo. Cuando se habla de normas, leyes y
regulaciones no se parte de cero, ni se descubren las políticas comunicacionales.
De esa
intervención reciente del Estado encontramos, en Venezuela, el surgimiento de
nuevas leyes, más canales y medios públicos, una modificación del espectro
radioeléctrico generando una mayor diversidad, un campo propicio para la
comunicación comunitaria, que se concreta en la aprobación reciente de una Ley
de la Comunicación Popular. ¿Esto es mucho o poco? Depende.
Quizás
el imponderable más apreciable de esta etapa reciente, que en Venezuela lleva
el sello de la revolución bolivariana, es el de una mayor participación
ciudadana; más opinión y debate político. El venezolano no solo habla de
política, sino que toma partido, vive intensamente lo que sucede en el espacio
público. Los gobiernos neoliberales prefieren que el ciudadano mire para otro
lado y se conforme con los asuntos de farándula y de los deportes. La fórmula
de los gobiernos neoliberales es más banalidad del mal.
Pero
falta mucho por ocurrir para que haya cambios verdaderos. Hemos llegado hasta
aquí con unos medios públicos que confunden política con propaganda; que muchas
veces se extralimitan y se conforman con el rol de cuidar la imagen de
ministros y funcionarios públicos. Esos medios públicos desatentos, o
deliberadamente desatentos, han mirado para otro lado cuando determinados
funcionarios han amasado verdaderas fortunas y luego, tal como lo indica el
guion del inconsecuente, se han ido con su morral de bienes mal habidos.
La
gracia está en hacer las denuncias a tiempo, no ocultarlas, ni ningunearlas.
Eso
ocurre, es probable, porque se tiende a confundir lo público con lo estatal y
lo gubernamental. Se deja de lado la acción comunitaria y popular. Se mira con
desconfianza la crítica y se desconoce que el mensaje que viene de las
comunidades es urgente y necesario, para que haya correcciones oportunas.
Estamos
en un momento de crisis abierta y desenfrenada que pone en riesgo todo, lo
mucho y lo poco, que se ha podido construir.
¿Desde
el punto de vista de la comunicación, qué ha sucedido o ha dejado de suceder
para que estemos en este punto de quiebre? ¿Es válido que un medio público se
siga comportando como si esta crisis no se hubiera instalado en nuestras
costas, calles Y casas?
Detengámonos
un instante para mirar lo que hace VTV que no considera noticia que la fiscalía
haya desechado el juicio contra los asesinos intelectuales del líder indígena
Sabino Romero. O que se vanagloria de cualquier declaración que dé un dirigente
del gobierno, como si aquello fuera inevitablemente verdad. Detengámonos en lo
que hace TVES, que tiene espacios que se refugian en los antivalores de siempre
con el pretexto de conseguir rating.
Pudiéramos
hacer muchas consideraciones sobre el papel que corresponde a un medio público,
y a un canal que se considere de todos los venezolanos. Pero hay un asunto
central y crucial, la comunicación, el periodismo y un medio público, están
para hacer lo que tienen que hacer, desde el punto de vista revolucionario. Es
muy fácil de saberlo: crear conciencia. Para conseguir ese ideal se requieren
acciones e iniciativas, pero también un discurso que lo explique, porque como
lo han explicado Paulo Freire, Leonardo Boff, Frei Betto, y tantos otros, crear
conciencia significa conjugar, en la actividad social y política, los principios
éticos y el compromiso con “la causa liberadora de los pobres (…) Concientizar
es propiciar que los oprimidos y los militantes políticos logren un
distanciamiento crítico frente a esa ideología dominante, de modo que asuman
prácticas innovadoras y renovadoras, rechazando –en la medida de lo posible-
influencias que puedan inducirlo a adoptar –en nombre de una nueva sociedad–
prácticas típicas de los opresores” (Betto, Elogio de la concientización), como
es el caso del corrupto, o del que tortura.
Cuenta
García Márquez que en una ocasión le preguntaron a Oscar Wilde cuál es el papel
que corresponde a un escritor revolucionario, y su respuesta fue: “Escribir
bien”. En ese mensaje está señalado el rol que le corresponde ejercer al
periodismo, asumir con pasión, ética y responsabilidad un ejercicio que
contribuya a la creación de un tejido social solidario y una sociedad con
justicia social y que materialice el buen vivir.
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