martes, 29 de octubre de 2024

JOSÉ AQUINO CARPIO, LLANO HIJO DE LA LLANURA

 

(Juan Medina Figueredo)

 Venía de las llanuras de Tucupido y llano él en su andar, habla, trato, amistad, trabajo y sonrisa, cabestrero de sus ilusiones llegó a la Universal Central de Venezuela y tocado, lo tocaron o deslumbraron y se envolvió en la pasión política con la juventud del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (JMIR).

Inició estudios de Economía en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la cual era Decano Elías Eljuri, El Picure. En la residencia universitaria Stalingrado se entregó en cuerpo y alma al trabajo de la propaganda de dicha organización política y cuando el ejército allanó la UCV y cerró dicha residencia se mudó al sótano de la biblioteca, junto al pintor Mauro Bello y allí se fue hundiendo entre tinta y papel, multígrafo, batea, silkscreem, afiches, pancartas y murales, mientras Mauro Bello entre trago y trago de ron y cerveza pintaba sus lienzos sobre Vietnam, y los héroes y mártires de la revolución venezolana. 

Trabajó muy duro como secretario de propaganda y dirigente de los estudiantes en la escuela de Economía. Viajó también a otras universidades para contribuir con su labor de propaganda, en la disputa electoral de la dirección de la Federación de Centros Universitarios, y centros de estudiantes, y también en la designación de delegados de los estudiantes a los consejos universitarios. Hacia 1966, un grupo de dirigentes estudiantiles, entre los cuales destacaban Julio Escalona, Marcos Gómez, Nicolás Beltrán, Arnoldo González Padrino, y otros jóvenes, subió a las montañas del oriente venezolano, para integrarse a la guerrilla del Frente guerrillero “Antonio José de Sucre” (FGAJS). José Aquino Carpio también lo hizo y se extravió en el camino hacia las montañas del Turimiquire, pero ello fue su más exigente y mejor entrenamiento y aprendizaje de monte, sigilo y contacto campesino, siguiendo la huella de los animales y humanos, el rumbo de la pica, el agua de las pisadas del ganado, quebradas, ríos y pozas; las fases lunares, los anuncios de lluvia y tormenta en el grito de los araguatos, el olor del sangregao y el cedro, tiempo de la siembra y la cosecha, los frutos silvestres, alimentarse con las iguanas y sus huevos, el maíz tierno, el ocumo y resiembra de su planta,  patillas y melones, entre rastrojales y conucos abandonados; prender la candela del fogón de leña seca, entrar en contacto con campesinos perdidos en esas montañas del Turimiquire, con  un rancho, la mujer y los barrigoncitos, disfrutar de su café, arepa huevo frito, caraota y casabe hecho por ellos mismos con su propio sebucán, compartir el trabajo familiar en el conuco y el sigilo de las pisadas de los guerrilleros que al fin encontró después de seis meses perdido como ánima sola, con mapa, brújula, estrella polar y trato de llanero, sin caballo, cabestro y soga, pero de llano, afable, amigable y solidario trato, en su mejor aprendizaje de la vida entre los pobres o empobrecidos como gusta decir a otros, palabra esta última que no era de trato usual entonces, ni lo es  ahora. Entre 1968 y 1969 se divide el FGAJS. La disidencia encabezada por la dirección de la JMIR y Fernando Soto Rojas toma otro rumbo, cuestionando el foquismo de la comandancia del FGAJS y el reformismo de la dirección del MIR. Aquino y quienes fundarían e integrarían la dirección de la Organización de Revolucionarios (OR), y del destacamento guerrillero José Félix Ribas, se concentraron en una casa alquilada por Elías Eljuri, el de las parrandas navideñas con su cuatro y Jorge Rodríguez en la UCV, y ex responsable también de la logística con el FGAJS, en Club del Campo, ubicado en la carretera Panamericana, en la vía de San Antonio de los Altos y Los Teques. 

Aquino trabajaba con el multígrafo en la reproducción de los documentos políticos. El Picure lo recuerda: «Era muy humilde, sencillo, trabajador, revolucionario integral, siempre estaba echándole bolas a sus tareas y acostumbraba cargar y mimar a mi niñito. Después de Club del Campo nos fuimos para un campamento en El Alambre, en los alrededores de Píritu».

En Valencia, Oswaldo Martínez y yo, estudiantes de derecho en Universidad de Carabobo, nos comprometemos con Jorge Rodríguez a integrarnos a la guerrilla. José Aquino llega acá en un Volkswagen para definir nuestro viaje al oriente de la república, siempre sonriente y amistoso, y días después, en septiembre de 1970, Oswaldo y yo viajamos con Joaquín hasta un punto de encuentro de la autopista regional del centro, en la carretera del llano, donde Saúl Bernal nos recibió, nos encomendó la entrega de un libro de compañeros del Che en Bolivia y nos condujo al trasbordo hasta el auto de Vicente, quien con su facundia y buen humor nos trasladó toda la noche por la carretera del llano, a toda velocidad en esa limosina vieja que llamaba «Flecha veloz» y parecía una plataforma volante sobre la carretera asfaltada y ahuecada, en medio de la noche. Ya por la mañana nos brindó unas cervezas en un bar restaurant de la carretera de la costa y nos dejó en la playa, advirtiendo que más tarde vendría por nosotros. Al fin, llegó al anochecer. «Cierren los ojos» y entramos en el garaje de una casa donde dormimos y al amanecer, nuevamente «cierren los ojos» y retorno a la carretera de la costa por esos laos de Píritu. Paró el carro, abrió el capó, «salgan, corran hacia el monte». Un par de guerrilleros nos condujo hasta el campamento de El Alambre. Aquino estaba allí y comenzó nuestro entrenamiento, búsqueda del agua en la quebrada, encender el fogón con palos secos, corte y costura de un morral con lona de camión. Tras atravesar todo el día un camino de montaña, en compañía de Julio Escalona y un baqueano campesino, llegamos al caserío de Aguas Calientes, por los lados de Clarines. Me lancé con mi verde y jedionda vestimenta, con todo y botas, a un pozo de aguas termales y luego colgué la hamaca y me tiré a dormir. Al día siguiente mi tobillo y empeine del pie amanecen hinchados y, prácticamente, no puedo caminar por el dolor que me afecta al intentarlo. Aquino dirige: provisiones alimentarias, en sacos, en una cueva frente al campamento; enseñanza de mapa y brújula, caseríos, carreteras, senderos, palo quemado de referencia, y yo que no entendía nada sobre retiradas y puntos de contacto, en caso de encuentro con el ejército y de quedar solo me perdería, sin saber qué hacer ni para dónde coger. Por la noche, a lo lejos se encendían las luces de las orillas de la laguna de Uchire. Un día, salimos con Elías Eljuri bajo la guía de José Aquino Carpio, monte adentro, en dirección de retorno a El Alambre. Llenamos las cantimploras en una quebrada, atravesamos la carretera, uno por uno de un lado al otro, y nos hundimos en la oscuridad del follaje. Entre unos palos espaciados, apenas vislumbrados con una linterna, siempre en dirección de la luz hacia el piso, Aquino decidió que acampáramos allí. Aquino juntó unas ramas y encendió un pequeño fogón de palos de leña secos. Nos dijo que en la otra orilla de la carretera había una bomba de gasolina y un bar restaurant. Sacó del morral su ropa de paisano y se mudó la vestimenta. Decidió ir de compras allí, para traer algo de comer y beber, seguramente unos panes, refrescos y las omnipresentes sardinas. Nos indicó que, a su retorno y ya cercano a nosotros nos avisaría, golpeando tres veces el tronco de un árbol con un palo. Debíamos responderle de igual manera para su orientación nocturna. Al poco rato de irse Aquino, comenzamos a oír ruidos en el monte y algunos palos que caían. Pasaba el tiempo y Aquino no llegaba. No discerníamos entre un ruido y otro, ni nos atrevíamos a tocar palos por temor a generar un ruido que llamase la atención en los alrededores. El Picure me propone que, en medio de esa noche y habiendo perdido antes nuestros anteojos, cegatos los dos, nos amarrásemos el uno al otro por nuestras cinturas, para el caso de una retirada mutua sin Aquino, juntos siempre, nos acompañásemos sin perdernos y extraviarnos para siempre. Palos y palos y no sabíamos si responder, para la orientación de Aquino. Era medianoche, calculo, cuando llegó Aquino furioso, dándole patadas a cuanta rama, palo y perol encontraba en nuestro pequeño campamento, con jerigonzas, reclamando por qué no respondimos a su señal, porque se había perdido en medio de la noche y estuvo varias horas buscando nuestro campamento. Elías y yo enmudecimos y no hablamos, ni siquiera cuando compartimos un refresco y un pedazo de pan con Aquino, en un silencio más profundo que el del bosque donde si apenas veíamos nuestros bultos. Elías Eljuri siempre me recordará ese incidente cada vez que nos topemos ocasionalmente. En traslados nocturnos por carreteras irreconocibles a esas horas, fuimos arribando a un nuevo campamento, esta vez en las cercanías de Valle de Guanape, en contacto con pequeños ganaderos que nos abastecían de leche y queso. A Elías Eljuri, mientras dormía en su chinchorro, colgado entre palos de árboles, le bajó una culebra y le picó la oreja. Un guerrillero cargaba suero antiofídico en su morral y se pudo salvar la vida de El Picure. Una noche me retiraría de este campamento, en la grupa de un caballo, como había llegado, con el culo molido por el balanceo de las caderas del animal, pues estaba impedido de caminar, por la hinchazón en un tobillo y el empeine de uno de mis pies. Eljuri, cegato como yo, trató de ayudarme a montar al caballo. Mientras subía y me acomodaba en la grupa mi carabina se balanceó y golpeó con su culata a El Picure. Trastabilló, adolorido, casi cae de espaldas contra el suelo. De regreso en un camioncito de estacas conducido en medio de la noche por Vicente, destino desconocido. Al amanecer, un trasbordo, me traslada David Nieves Banch hasta lo que llamaba El Cuartelito. «Cierra los ojos», «abre los ojos». Era una vivienda en la urbanización popular de Guanire, en Puerto La Cruz, habitada por un enfermero y rodeada por casas de margariteños que se ocupaban de mi alimentación, mientras el enfermero cumplía su trabajo en el hospital. Detrás de los muros del patio, estos vecinos me llamaban todos los días para ofrecerme un plato de peltre con arepa y pescado y el cafecito negro en un pocillo de peltre.

Estaba de nuevo bajo el mando de José Aquino Carpio y en su compañía nos fuimos en una camioneta por puesto, hasta Guanta y el caserío Chorrerón, y desde allí a pie, por un camino real hasta La Sirena, una elevada cascada que caía en un pozo donde los bañistas, ignorantes de nuestro sigilo, gritaban en grupos alborozados, con la caída del agua y la inmersión en su poza. Subíamos a la cima de La Sirena y en uno de sus costados había una cueva que nos servía de depósito de alimentos y de armas. En su frente colgamos entre los árboles nuestros chinchorros para dormir por las noches. Revisión de mapa, brújula y puntos cardinales. Estaba con nosotros el Negro Vallés, hasta ese momento responsable de la OR en Puerto La Cruz y otro par de guerrilleros. Aquino y yo iniciamos una marcha de madrugada, ascendimos una montaña cada vez más alta, llegamos a su cumbre. Estábamos sobre un desfiladero, abajo había un precipicio inmenso, sin fondo, al frente la otra pared, una cuchilla frente a otra cuchilla y abajo el abismo, sólo visibles verdes y verdes alfombras de copas de árboles. Metro y algo más de distancia entre una cuchilla y otra. Aquino me entrega su fusil y su morral. Se lanza en salto mortal de una orilla hasta la otra del desfiladero. Me pide le lance su morral y su fusil, lo hago, uno por uno, y los agarra con mucha fuerza y los traslada al costado de su pared. Pide mi fusil, lo lanzo y lo coge con sus dos manos, lo coloca en el piso, mi morral lo agarra también en el aire y lo arrima junto al suyo. Me pide que salte, «vamos tírate». Lo hago y en medio del espacio, grito «me fui». Toma una de mis manos y el brazo de su lado en el aire, me hala y me dice, con voz muy fuerte: «No te fuiste» y me hala hacia sí, piso tierra al otro extremo del abismo, salvado por Aquino. Morral en la espalda, fusil al hombro y a buscar un camino en bajada sin fin, al costado de la montaña. Una pica sobre piedras, cuidando todo resbalón y caída. Este es un camino de indígenas. Llegamos abajo casi al amanecer. Campamento y retomar la marcha al día siguiente. Descanso en la cumbre de La Sirena. Un par de días, con nuestro discreto fogón frente a la cueva de las provisiones, y los gritos y risotadas, abajo, de los bañistas.

Nuevamente mapa y brújula, el río San Pedro de Limón y al descender, Puerto La Cruz. Marcha de madrugada, atravesar la corriente de la cima de La Sirena, rejender monte a machetazos, índice sobre la boca de Aquino, «¡silencio!», «¡Al suelo, en silencio!». Señala un costado del monte, entre los matorrales, un poco a la izquierda de nosotros fornica, está tirando una pareja campesina. Escuchamos sus respiraciones aceleradas y entrecortadas, pequeños quejidos del orgasmo, resoplan y suspiran muy hondo, terminan, se levantan, retoman su vestimenta y se retiran. Aguardamos un poco de tiempo para reiniciar nuestra marcha. En el camino sólo un polvito de harina de maíz o de azúcar en la palma de la mano de cada uno. No podemos hacer fogón. El humo puede llamar la atención de campesinos o patrullas militares. En el camino, un conuco, una mazorca de maíz tierno y jojoto, para masticarlo crudo. Un río de rumorosa corriente al caer la noche. Cerca un rancho campesino. A la orilla del río, sigilosamente, colgamos nuestros chinchorros de nylon de uno a otro extremo, entre un árbol y otro. En la madrugada del siguiente día, oscuro todavía, recogimos nuestros chinchorros, organizamos el morral y marchamos nuevamente, en fila, uno detrás del otro. Poco tiempo transcurrió desde el inicio de nuestra marcha, unos burros comenzaron a relinchar, sin parar, frente a las puertas de un rancho apareció una pareja campesina y nos sorprendió. Rápidamente Aquino mandó a cerrar filas y ordenó que marcháramos, se para frente a los campesinos. Les saludó, les dijo que éramos una patrulla del ejército. Preguntó si no habían visto guerrilleros por allí, lo negaron, dio las gracias y seguimos desfilando en marcha militar. El Negro Vallés se quejaba de que nunca había pasado tanta hambre. En un pequeño valle nos detuvimos, y por primera vez, después de tres días seguidos, prendimos un fogón y encima una olla de bollos pelones. Luego, con el agua enharinada, espolvoreada de Toddy, preparamos la más sabrosa bebida de nuestra vida. Reiniciamos la marcha, al pasar una quebrada sufrí un pequeño desmayo y en la cuesta perdí mi reloj pulsera. Al sobrepasar la orilla, un pequeño lechoso, ofrecía el oro y la púrpura de su fruto, que de inmediato compartimos. Vimos relucir a lo lejos la bahía de Puerto La Cruz. Organizamos campamento. Al día siguiente, Aquino bajó la cuesta hasta el último rancho de la última calle engranzonada de Chuparín Arriba. Los siguientes días fuimos bajando alternadamente a visitar esa familia de un contacto de la guerrilla en oriente, un campesino exrecluta del ejército, que salía todos los días hasta Puerto La Cruz, a buscar cualquier trabajo que le permitiera la comida para su numerosa familia. Compartía con nosotros lo poco que conseguía y también lo hacía con la mujer de un ladrón, que vivía en el rancho de al lado. La fiesta y la mayor celebración fue cuando subió cerro arriba hasta su rancho, con un saco de maíz sobre las espaldas. Eso fue arepas de budare y sancocho durante toda la semana. En una de nuestras acampadas, por la mañana, Aquino ordena desplegarnos cuidadosamente en movimiento. Rodeamos, sorprendemos y desarmamos al cazador. Lo invitamos a desayunar con nosotros, alrededor del fogón. Aquino le explica nuestra presencia guerrillera y para probar su fidelidad le pide una compra de alimentos en Puerto La cruz, lo esperamos a la vuelta, emboscados, pero llegó cumplida la encomienda fielmente. Nos hicimos amigos y ya teníamos una segunda casa de retaguardia. Luego Aquino hizo contacto con un viejo comunista, en el barrio Las Charas. Vivía en el traspatio de una bodega, en la cual cambiaban huevos de gallina de los vecinos por refrescos. En su condición de vigilante, como remuneración recibía diariamente un bolívar y un paquetico de harina de maíz, un kilo de cataco por un real y bollitos pelones todos los días. Compartir primero el piso y después el catre del viejito comunista, que no permitió seguir con su exclusividad y se extrañaba de mis cuidados de seguridad, porque el partido estaba legalizado, me repetía. De retorno de una visita al velatorio de mi padre, en nuestra casa de la calle Anzoátegui, en Aragua de Barcelona, evadiendo el cerco policial inmediato, guiado entre solares por mis familiares, duermo al lado de mi madre en casa de mi tío Domingo Torrealba, en Santa Rosa. Al día siguiente, en contacto con Aquino, me comunica mi traslado a Caracas.

No supe propiamente más de Aquino, hasta su asesinato junto a Carlos Wilfredo García, El Filósofo, mientras custodiaban al gringo William Frank Niehous, gerente de la fábrica de vidrio Owens Illinois, en su condición de agente de la CIA y negociados con el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Fue secuestrado por los Comandos Revolucionarios Argimiro Gabaldón y retenido por la clandestina OR, hasta el incidente en el cual es liberado Niehous y son torturados y asesinados con aplicación de la ley de fuga y tiros de gracia Aquino Carpio y Carlos Wilfredo García. Sus cadáveres fueron arrastrados por el monte hasta la carretera, amarradas sus manos a la cola de sendos caballos. Tibisay García, hermana de El Filósofo, la que de niños ambos,  se comunicaba con él, a distancia, con vasitos de cartón unidos entre sí por un largo hilo, comprobó en la morgue las torturas que sufrieran los dos jóvenes revolucionarios, desnudos con penes largos y tumefactos como si de caballos se tratase y extremidades hinchadas y descoyuntadas, tiros de gracia por la nuca y la espalda, confirmado todo ello por el abogado, docente universitario y militante revolucionario indoblegable Agustín Calzadilla, presidente de la Asociación de Defensa de los Derechos Humanos, en compañía del diputado José Vicente Rangel, adalidad y generalmente solitario defensor de presos políticos secuestrados  y torturados en sedes policiales y militares. Aquino volvió a las llanuras de Tucupido, al cementerio del lugar. Dicen que a medianoche se le ha visto sentado en el quicio de su casa de familia, leyendo el libro La revolución federal, de su pariente y coterráneo Armas Chitty, al que siempre cargaba en su morral, abría, cerraba y guardaba. El viejo y sabio maestro de Soro y de nuestra República, Carlos García Maneiro, padre de El Filósofo, sorprendido e impactado por el avance noticioso de la televisión, primero se desmayó de un solo golpe y tiempo después dijo que el gringo Niehous gritaba a los petejotas victimarios, «no los maten, no los maten, son buenos, son buenos».

Aquino y Carlos Wilfredo habían cuidado la salud, la alimentación, las lecturas y el diálogo con Niehous, nada de extraño tiene que hubiese gritado «no los maten», pero la indolencia y bestialidad homicida no los escuchó. Durante el velatorio de Carlos Wilfredo García, se presentaron varios agentes de seguridad armados e «inteligencia y contrainteligencia». Al verlos, el viejo maestro Carlos García Maneiro, padre de El Filósofo, se abrió con mucha fuerza la camisa y les gritó, con el pecho desnudo: «Vengan, vengan, ahora mátenme a mí también, vengan». Los policías se retiraron de inmediato y no volvieron con sus aviesas intenciones e intimidaciones. El Filósofo fue primero enterrado en el Cementerio General del Sur y años después su cadáver fue trasladado hasta el cementerio de su Soro natal y residencia de sus padres, Carlos García Maneiro e Isabelina de García, docentes y maestros de toda la vida, en varias ciudades del territorio de nuestra República. Al Soro natal también fue trasladado el cadáver de Ronald Morao, El Pecas, víctima de la masacre de Yumare, orquestada y cumplida perversa y macabramente por agentes de la DISIP, bajo el mando del torturador y asesino de interminable historial y expediente que seguramente aún no se ha levantado por completo, Henry López Sisco. En Soro, en la península de Paria, frente al mar Caribe y las luces de la isla de Trinidad por las noches, dicen que ven conversando en la playa, entre la pleamar y la resaca, a los dos jóvenes nobles, puros, idealistas y patriotas, Carlos Wilfredo García, El Filósofo y Ronald Morao, El Pecas.

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