(Juan
Medina Figueredo)
Venía
de las llanuras de Tucupido y llano él en su andar, habla, trato, amistad,
trabajo y sonrisa, cabestrero de sus ilusiones llegó a la Universal Central de
Venezuela y tocado, lo tocaron o deslumbraron y se envolvió en la pasión
política con la juventud del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (JMIR).
Inició
estudios de Economía en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la
cual era Decano Elías Eljuri, El Picure. En la residencia universitaria
Stalingrado se entregó en cuerpo y alma al trabajo de la propaganda de dicha
organización política y cuando el ejército allanó la UCV y cerró dicha
residencia se mudó al sótano de la biblioteca, junto al pintor Mauro Bello y
allí se fue hundiendo entre tinta y papel, multígrafo, batea, silkscreem,
afiches, pancartas y murales, mientras Mauro Bello entre trago y trago de ron y
cerveza pintaba sus lienzos sobre Vietnam, y los héroes y mártires de la
revolución venezolana.
Trabajó muy
duro como secretario de propaganda y dirigente de los estudiantes en la escuela
de Economía. Viajó también a otras universidades para contribuir con su labor
de propaganda, en la disputa electoral de la dirección de la Federación de
Centros Universitarios, y centros de estudiantes, y también en la designación
de delegados de los estudiantes a los consejos universitarios. Hacia 1966, un
grupo de dirigentes estudiantiles, entre los cuales destacaban Julio Escalona,
Marcos Gómez, Nicolás Beltrán, Arnoldo González Padrino, y otros jóvenes, subió
a las montañas del oriente venezolano, para integrarse a la guerrilla del
Frente guerrillero “Antonio José de Sucre” (FGAJS). José Aquino Carpio también
lo hizo y se extravió en el camino hacia las montañas del Turimiquire, pero
ello fue su más exigente y mejor entrenamiento y aprendizaje de monte, sigilo y
contacto campesino, siguiendo la huella de los animales y humanos, el rumbo de
la pica, el agua de las pisadas del ganado, quebradas, ríos y pozas; las fases
lunares, los anuncios de lluvia y tormenta en el grito de los araguatos, el
olor del sangregao y el cedro, tiempo de la siembra y la cosecha, los frutos
silvestres, alimentarse con las iguanas y sus huevos, el maíz tierno, el ocumo
y resiembra de su planta, patillas y
melones, entre rastrojales y conucos abandonados; prender la candela del fogón
de leña seca, entrar en contacto con campesinos perdidos en esas montañas del
Turimiquire, con un rancho, la mujer y
los barrigoncitos, disfrutar de su café, arepa huevo frito, caraota y casabe
hecho por ellos mismos con su propio sebucán, compartir el trabajo familiar en
el conuco y el sigilo de las pisadas de los guerrilleros que al fin encontró
después de seis meses perdido como ánima sola, con mapa, brújula, estrella
polar y trato de llanero, sin caballo, cabestro y soga, pero de llano, afable,
amigable y solidario trato, en su mejor aprendizaje de la vida entre los pobres
o empobrecidos como gusta decir a otros, palabra esta última que no era de
trato usual entonces, ni lo es ahora. Entre
1968 y 1969 se divide el FGAJS. La disidencia encabezada por la dirección de la
JMIR y Fernando Soto Rojas toma otro rumbo, cuestionando el foquismo de la
comandancia del FGAJS y el reformismo de la dirección del MIR. Aquino y quienes
fundarían e integrarían la dirección de la Organización de Revolucionarios (OR),
y del destacamento guerrillero José Félix Ribas, se concentraron en una casa
alquilada por Elías Eljuri, el de las parrandas navideñas con su cuatro y Jorge
Rodríguez en la UCV, y ex responsable también de la logística con el FGAJS, en
Club del Campo, ubicado en la carretera Panamericana, en la vía de San Antonio
de los Altos y Los Teques.
Aquino
trabajaba con el multígrafo en la reproducción de los documentos políticos. El
Picure lo recuerda: «Era muy humilde, sencillo, trabajador,
revolucionario integral, siempre estaba echándole bolas a sus tareas y
acostumbraba cargar y mimar a mi niñito. Después de Club del Campo nos fuimos
para un campamento en El Alambre, en los alrededores de Píritu».
En
Valencia, Oswaldo Martínez y yo, estudiantes de derecho en Universidad de
Carabobo, nos comprometemos con Jorge Rodríguez a integrarnos a la guerrilla.
José Aquino llega acá en un Volkswagen para definir nuestro viaje al oriente de
la república, siempre sonriente y amistoso, y días después, en septiembre de 1970,
Oswaldo y yo viajamos con Joaquín hasta un punto de encuentro de la autopista
regional del centro, en la carretera del llano, donde Saúl Bernal nos recibió,
nos encomendó la entrega de un libro de compañeros del Che en Bolivia y nos
condujo al trasbordo hasta el auto de Vicente, quien con su facundia y buen
humor nos trasladó toda la noche por la carretera del llano, a toda velocidad
en esa limosina vieja que llamaba «Flecha veloz» y parecía una plataforma volante
sobre la carretera asfaltada y ahuecada, en medio de la noche. Ya por la mañana
nos brindó unas cervezas en un bar restaurant de la carretera de la costa y nos
dejó en la playa, advirtiendo que más tarde vendría por nosotros. Al fin, llegó
al anochecer. «Cierren los ojos» y entramos en el garaje de una casa
donde dormimos y al amanecer, nuevamente «cierren los ojos»
y retorno a la carretera de la costa por esos laos de Píritu. Paró el carro,
abrió el capó, «salgan, corran hacia el monte».
Un par de guerrilleros nos condujo hasta el campamento de El Alambre. Aquino
estaba allí y comenzó nuestro entrenamiento, búsqueda del agua en la quebrada,
encender el fogón con palos secos, corte y costura de un morral con lona de
camión. Tras atravesar todo el día un camino de montaña, en compañía de Julio
Escalona y un baqueano campesino, llegamos al caserío de Aguas Calientes, por
los lados de Clarines. Me lancé con mi verde y jedionda vestimenta, con todo y botas, a un pozo de aguas termales
y luego colgué la hamaca y me tiré a dormir. Al día siguiente mi tobillo y
empeine del pie amanecen hinchados y, prácticamente, no puedo caminar por el
dolor que me afecta al intentarlo. Aquino dirige: provisiones alimentarias, en
sacos, en una cueva frente al campamento; enseñanza de mapa y brújula, caseríos,
carreteras, senderos, palo quemado de referencia, y yo que no entendía nada
sobre retiradas y puntos de contacto, en caso de encuentro con el ejército y de
quedar solo me perdería, sin saber qué hacer ni para dónde coger. Por la noche,
a lo lejos se encendían las luces de las orillas de la laguna de Uchire. Un
día, salimos con Elías Eljuri bajo la guía de José Aquino Carpio, monte adentro,
en dirección de retorno a El Alambre. Llenamos las cantimploras en una
quebrada, atravesamos la carretera, uno por uno de un lado al otro, y nos
hundimos en la oscuridad del follaje. Entre unos palos espaciados, apenas
vislumbrados con una linterna, siempre en dirección de la luz hacia el piso,
Aquino decidió que acampáramos allí. Aquino juntó unas ramas y encendió un
pequeño fogón de palos de leña secos. Nos dijo que en la otra orilla de la
carretera había una bomba de gasolina y un bar restaurant. Sacó del morral su
ropa de paisano y se mudó la vestimenta. Decidió ir de compras allí, para traer
algo de comer y beber, seguramente unos panes, refrescos y las omnipresentes
sardinas. Nos indicó que, a su retorno y ya cercano a nosotros nos avisaría,
golpeando tres veces el tronco de un árbol con un palo. Debíamos responderle de
igual manera para su orientación nocturna. Al poco rato de irse Aquino,
comenzamos a oír ruidos en el monte y algunos palos que caían. Pasaba el tiempo
y Aquino no llegaba. No discerníamos entre un ruido y otro, ni nos atrevíamos a
tocar palos por temor a generar un ruido que llamase la atención en los
alrededores. El Picure me propone que, en medio de esa noche y habiendo perdido
antes nuestros anteojos, cegatos los dos, nos amarrásemos el uno al otro por
nuestras cinturas, para el caso de una retirada mutua sin Aquino, juntos
siempre, nos acompañásemos sin perdernos y extraviarnos para siempre. Palos y
palos y no sabíamos si responder, para la orientación de Aquino. Era
medianoche, calculo, cuando llegó Aquino furioso, dándole patadas a cuanta
rama, palo y perol encontraba en nuestro pequeño campamento, con jerigonzas,
reclamando por qué no respondimos a su señal, porque se había perdido en medio
de la noche y estuvo varias horas buscando nuestro campamento. Elías y yo
enmudecimos y no hablamos, ni siquiera cuando compartimos un refresco y un pedazo
de pan con Aquino, en un silencio más profundo que el del bosque donde si
apenas veíamos nuestros bultos. Elías Eljuri siempre me recordará ese incidente
cada vez que nos topemos ocasionalmente. En traslados nocturnos por carreteras
irreconocibles a esas horas, fuimos arribando a un nuevo campamento, esta vez
en las cercanías de Valle de Guanape, en contacto con pequeños ganaderos que
nos abastecían de leche y queso. A Elías Eljuri, mientras dormía en su
chinchorro, colgado entre palos de árboles, le bajó una culebra y le picó la
oreja. Un guerrillero cargaba suero antiofídico en su morral y se pudo salvar
la vida de El Picure. Una noche me retiraría de este campamento, en la grupa de
un caballo, como había llegado, con el culo molido por el balanceo de las
caderas del animal, pues estaba impedido de caminar, por la hinchazón en un
tobillo y el empeine de uno de mis pies. Eljuri, cegato como yo, trató de
ayudarme a montar al caballo. Mientras subía y me acomodaba en la grupa mi
carabina se balanceó y golpeó con su culata a El Picure. Trastabilló,
adolorido, casi cae de espaldas contra el suelo. De regreso en un camioncito de
estacas conducido en medio de la noche por Vicente, destino desconocido. Al
amanecer, un trasbordo, me traslada David Nieves Banch hasta lo que llamaba El
Cuartelito. «Cierra
los ojos»,
«abre
los ojos».
Era una vivienda en la urbanización popular de Guanire, en Puerto La Cruz,
habitada por un enfermero y rodeada por casas de margariteños que se ocupaban
de mi alimentación, mientras el enfermero cumplía su trabajo en el hospital.
Detrás de los muros del patio, estos vecinos me llamaban todos los días para
ofrecerme un plato de peltre con arepa y pescado y el cafecito negro en un
pocillo de peltre.
Estaba de
nuevo bajo el mando de José Aquino Carpio y en su compañía nos fuimos en una
camioneta por puesto, hasta Guanta y el caserío Chorrerón, y desde allí a pie,
por un camino real hasta La Sirena, una elevada cascada que caía en un pozo
donde los bañistas, ignorantes de nuestro sigilo, gritaban en grupos
alborozados, con la caída del agua y la inmersión en su poza. Subíamos a la
cima de La Sirena y en uno de sus costados había una cueva que nos servía de
depósito de alimentos y de armas. En su frente colgamos entre los árboles
nuestros chinchorros para dormir por las noches. Revisión de mapa, brújula y
puntos cardinales. Estaba con nosotros el Negro Vallés, hasta ese momento
responsable de la OR en Puerto La Cruz y otro par de guerrilleros. Aquino y yo
iniciamos una marcha de madrugada, ascendimos una montaña cada vez más alta,
llegamos a su cumbre. Estábamos sobre un desfiladero, abajo había un precipicio
inmenso, sin fondo, al frente la otra pared, una cuchilla frente a otra
cuchilla y abajo el abismo, sólo visibles verdes y verdes alfombras de copas de
árboles. Metro y algo más de distancia entre una cuchilla y otra. Aquino me
entrega su fusil y su morral. Se lanza en salto mortal de una orilla hasta la
otra del desfiladero. Me pide le lance su morral y su fusil, lo hago, uno por
uno, y los agarra con mucha fuerza y los traslada al costado de su pared. Pide
mi fusil, lo lanzo y lo coge con sus dos manos, lo coloca en el piso, mi morral
lo agarra también en el aire y lo arrima junto al suyo. Me pide que salte, «vamos
tírate». Lo hago y en medio del espacio, grito
«me
fui».
Toma una de mis manos y el brazo de su lado en el aire, me hala y me dice, con
voz muy fuerte: «No te fuiste» y me hala hacia sí, piso tierra al
otro extremo del abismo, salvado por Aquino. Morral en la espalda, fusil al
hombro y a buscar un camino en bajada sin fin, al costado de la montaña. Una
pica sobre piedras, cuidando todo resbalón y caída. Este es un camino de
indígenas. Llegamos abajo casi al amanecer. Campamento y retomar la marcha al
día siguiente. Descanso en la cumbre de La Sirena. Un par de días, con nuestro
discreto fogón frente a la cueva de las provisiones, y los gritos y risotadas,
abajo, de los bañistas.
Nuevamente
mapa y brújula, el río San Pedro de Limón y al descender, Puerto La Cruz.
Marcha de madrugada, atravesar la corriente de la cima de La Sirena, rejender
monte a machetazos, índice sobre la boca de Aquino, «¡silencio!», «¡Al
suelo, en silencio!». Señala
un costado del monte, entre los matorrales, un poco a la izquierda de nosotros
fornica, está tirando una pareja campesina. Escuchamos sus respiraciones
aceleradas y entrecortadas, pequeños quejidos del orgasmo, resoplan y suspiran
muy hondo, terminan, se levantan, retoman su vestimenta y se retiran.
Aguardamos un poco de tiempo para reiniciar nuestra marcha. En el camino sólo
un polvito de harina de maíz o de azúcar en la palma de la mano de cada uno. No
podemos hacer fogón. El humo puede llamar la atención de campesinos o patrullas
militares. En el camino, un conuco, una mazorca de maíz tierno y jojoto, para
masticarlo crudo. Un río de rumorosa corriente al caer la noche. Cerca un
rancho campesino. A la orilla del río, sigilosamente, colgamos nuestros
chinchorros de nylon de uno a otro
extremo, entre un árbol y otro. En la madrugada del siguiente día, oscuro
todavía, recogimos nuestros chinchorros, organizamos el morral y marchamos
nuevamente, en fila, uno detrás del otro. Poco tiempo transcurrió desde el
inicio de nuestra marcha, unos burros comenzaron a relinchar, sin parar, frente
a las puertas de un rancho apareció una pareja campesina y nos sorprendió.
Rápidamente Aquino mandó a cerrar filas y ordenó que marcháramos, se para
frente a los campesinos. Les saludó, les dijo que éramos una patrulla del
ejército. Preguntó si no habían visto guerrilleros por allí, lo negaron, dio
las gracias y seguimos desfilando en marcha militar. El Negro Vallés se quejaba
de que nunca había pasado tanta hambre. En un pequeño valle nos detuvimos, y
por primera vez, después de tres días seguidos, prendimos un fogón y encima una
olla de bollos pelones. Luego, con el agua enharinada, espolvoreada de Toddy, preparamos la más sabrosa bebida
de nuestra vida. Reiniciamos la marcha, al pasar una quebrada sufrí un pequeño
desmayo y en la cuesta perdí mi reloj pulsera. Al sobrepasar la orilla, un
pequeño lechoso, ofrecía el oro y la púrpura de su fruto, que de inmediato
compartimos. Vimos relucir a lo lejos la bahía de Puerto La Cruz. Organizamos
campamento. Al día siguiente, Aquino bajó la cuesta hasta el último rancho de la
última calle engranzonada de Chuparín Arriba. Los siguientes días fuimos
bajando alternadamente a visitar esa familia de un contacto de la guerrilla en
oriente, un campesino exrecluta del ejército, que salía todos los días hasta
Puerto La Cruz, a buscar cualquier trabajo que le permitiera la comida para su
numerosa familia. Compartía con nosotros lo poco que conseguía y también lo
hacía con la mujer de un ladrón, que vivía en el rancho de al lado. La fiesta y
la mayor celebración fue cuando subió cerro arriba hasta su rancho, con un saco
de maíz sobre las espaldas. Eso fue arepas de budare y sancocho durante toda la
semana. En una de nuestras acampadas, por la mañana, Aquino ordena desplegarnos
cuidadosamente en movimiento. Rodeamos, sorprendemos y desarmamos al cazador.
Lo invitamos a desayunar con nosotros, alrededor del fogón. Aquino le explica
nuestra presencia guerrillera y para probar su fidelidad le pide una compra de
alimentos en Puerto La cruz, lo esperamos a la vuelta, emboscados, pero llegó
cumplida la encomienda fielmente. Nos hicimos amigos y ya teníamos una segunda
casa de retaguardia. Luego Aquino hizo contacto con un viejo comunista, en el
barrio Las Charas. Vivía en el traspatio de una bodega, en la cual cambiaban
huevos de gallina de los vecinos por refrescos. En su condición de vigilante,
como remuneración recibía diariamente un bolívar y un paquetico de harina de
maíz, un kilo de cataco por un real y bollitos pelones todos los días.
Compartir primero el piso y después el catre del viejito comunista, que no
permitió seguir con su exclusividad y se extrañaba de mis cuidados de seguridad,
porque el partido estaba legalizado, me repetía. De retorno de una visita al
velatorio de mi padre, en nuestra casa de la calle Anzoátegui, en Aragua de
Barcelona, evadiendo el cerco policial inmediato, guiado entre solares por mis
familiares, duermo al lado de mi madre en casa de mi tío Domingo Torrealba, en
Santa Rosa. Al día siguiente, en contacto con Aquino, me comunica mi traslado a
Caracas.
No supe
propiamente más de Aquino, hasta su asesinato junto a Carlos Wilfredo García,
El Filósofo, mientras custodiaban al gringo William Frank Niehous, gerente de
la fábrica de vidrio Owens Illinois, en su condición de agente de la CIA y
negociados con el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Fue secuestrado por los
Comandos Revolucionarios Argimiro Gabaldón y retenido por la clandestina OR,
hasta el incidente en el cual es liberado Niehous y son torturados y asesinados
con aplicación de la ley de fuga y tiros de gracia Aquino Carpio y Carlos
Wilfredo García. Sus cadáveres fueron arrastrados por el monte hasta la
carretera, amarradas sus manos a la cola de sendos caballos. Tibisay García,
hermana de El Filósofo, la que de niños ambos,
se comunicaba con él, a distancia, con vasitos de cartón unidos entre sí
por un largo hilo, comprobó en la morgue las torturas que sufrieran los dos jóvenes
revolucionarios, desnudos con penes largos y tumefactos como si de caballos se
tratase y extremidades hinchadas y descoyuntadas, tiros de gracia por la nuca y
la espalda, confirmado todo ello por el abogado, docente universitario y
militante revolucionario indoblegable Agustín Calzadilla, presidente de la
Asociación de Defensa de los Derechos Humanos, en compañía del diputado José
Vicente Rangel, adalidad y generalmente solitario defensor de presos políticos
secuestrados y torturados en sedes
policiales y militares. Aquino volvió a las llanuras de Tucupido, al cementerio
del lugar. Dicen que a medianoche se le ha visto sentado en el quicio de su casa
de familia, leyendo el libro La revolución federal, de su pariente y coterráneo
Armas Chitty, al que siempre cargaba en su morral, abría, cerraba y guardaba.
El viejo y sabio maestro de Soro y de nuestra República, Carlos García Maneiro,
padre de El Filósofo, sorprendido e impactado por el avance noticioso de la
televisión, primero se desmayó de un solo golpe y tiempo después dijo que el
gringo Niehous gritaba a los petejotas victimarios, «no
los maten, no los maten, son buenos, son buenos».
Aquino y
Carlos Wilfredo habían cuidado la salud, la alimentación, las lecturas y el
diálogo con Niehous, nada de extraño tiene que hubiese gritado «no
los maten»,
pero la indolencia y bestialidad homicida no los escuchó. Durante el velatorio
de Carlos Wilfredo García, se presentaron varios agentes de seguridad armados e
«inteligencia
y contrainteligencia». Al verlos, el viejo maestro Carlos
García Maneiro, padre de El Filósofo, se abrió con mucha fuerza la camisa y les
gritó, con el pecho desnudo: «Vengan, vengan, ahora mátenme a mí
también, vengan». Los policías se retiraron de
inmediato y no volvieron con sus aviesas intenciones e intimidaciones. El
Filósofo fue primero enterrado en el Cementerio General del Sur y años después
su cadáver fue trasladado hasta el cementerio de su Soro natal y residencia de
sus padres, Carlos García Maneiro e Isabelina de García, docentes y maestros de
toda la vida, en varias ciudades del territorio de nuestra República. Al Soro
natal también fue trasladado el cadáver de Ronald Morao, El Pecas, víctima de
la masacre de Yumare, orquestada y cumplida perversa y macabramente por agentes
de la DISIP, bajo el mando del torturador y asesino de interminable historial y
expediente que seguramente aún no se ha levantado por completo, Henry López
Sisco. En Soro, en la península de Paria, frente al mar Caribe y las luces de
la isla de Trinidad por las noches, dicen que ven conversando en la playa,
entre la pleamar y la resaca, a los dos jóvenes nobles, puros, idealistas y
patriotas, Carlos Wilfredo García, El Filósofo y Ronald Morao, El Pecas.
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