(De Soldados de
Salaminas, de Javier Cercas (España, Cáceres))
Aquello fue un tira
y afloja agotador, y no fue hasta la última cerveza de aquella tarde cuando
Ferlosio contó la historia del fusilamiento de su padre, la historia que me ha
tenido en vilo durante los dos últimos años. No recuerdo quién ni cómo sacó a
colación el nombre de Rafael Sánchez Mazas (Quizás fue uno de los amigos de
Ferlosio, quizás el propio Ferlosio). Recuerdo que Ferlosio contó:
-Lo fusilaron muy
cerca de aquí, en el santuario del Collel. –Me miró-. ¿Ha estado usted allí
alguna vez? Yo tampoco, pero sé que está junto a Banyoles. Fue al final de la
guerra. El 18 de julio le había sorprendido en Madrid, y tuvo que refugiarse en
la embajada de Chile, donde pasó más de un año. Hacia finales del treinta y
siete escapó de la embajada y salió de Madrid camuflado en un camión, quizá con
el propósito de llegar hasta Francia. Sin embargo, lo detuvieron en Barcelona,
y cuando las tropas de Franco llegaban a la ciudad se lo llevaron al Collel,
muy cerca de la frontera. Allí lo fusilaron, fue un fusilamiento en masa,
probablemente caótico, porque la guerra ya estaba perdida y los republicanos
huían en desbandada por los Pirineos, así que no creo que supieran que estaban
fusilando a uno de los fundadores de Falange, amigo personal de José Antonio
Primo de Rivera por más señas.
Mi padre conservaba
en casa la zamarra y el pantalón con que lo fusilaron, me los enseñó muchas
veces, a lo mejor todavía andan por ahí; el pantalón estaba agujereado, porque
las balas solo lo rozaron y él aprovechó la confusión del momento para correr a
esconderse en el bosque. De allí, refugiado en un agujero, oía los ladridos de
los perros y los disparos y las voces de los milicianos, que lo buscaban
sabiendo que no podían perder mucho tiempo buscándolo, porque los franquistas
les pisaban los talones. En
algún momento mi padre oyó un ruido de ramas a su espalda, se dio la vuelta y
vio a un miliciano que le miraba. Entonces se oyó un grito: “¿Está por ahí?”.
Mi padre contaba que el miliciano se quedó mirándole unos segundos y que luego,
sin dejar de mirarle, gritó: “¡por aquí no hay nadie!”, dio media vuelta y se
fue.
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