(Orlando Villalobos
Finol)
Somos
diferentes, desiguales, desconectados y desinformados. Algo complejo pues. Esto
es Latido-América, América Latina, o la Patria Grande. El neoliberalismo, esa
versión del capitalismo salvaje que se nos vino encima, la pasa difícil en esta
tierra de gracia. El movimiento popular peronista, chavista, bolivariano,
zapatista, brasileño, respira, aspira y muestra una fuerza allí dónde se
cocinan las papas, en la movilización de calle, y también a la hora de contar
los votos. No siempre se ganan las elecciones pero las corrientes
contrahegemónicas siguen allí, acumulando fuerza y pasión. No se avanza por
decreto o por pura voluntad, hay atavismos y trabas que impiden un paso
sostenido, pero el movimiento de cambio sigue latiendo.
Somos
diferentes porque convivimos diversas culturas. Empezando por las culturas
indígenas, afrolatinoamericanas; la campesina, la criolla –formada por
profesionales, empresarios y funcionarios-, urbana –integrada por los barrios
que se han multiplicado- y la burguesía y sus servidores –esa capa de gerentes
y altos técnicos de las corporaciones multinacionales, agentes de ONG locales, testaferros
y servidores-, en fin.
En
el pasado fuimos los pueblos del maíz, la yuca y el frijol, con amplias
relaciones sociales comunitarias. Por más de 300 años esta fue una colonia de
España, Portugal, Inglaterra y otros colonialistas. Como reconoce el prólogo de
la Constitución, somos una sociedad “multiétnica y pluricultural”, que quiere
construir un Estado de justicia. Esto significa, en pocas palabras, que
respondemos a una diversidad cultural, aunque la leyenda oficializada expone en
su quincalla la ideología del mestizaje y nos declara a todos “cafeconleche”,
aunque unos con más café y otros con más leche (Trigo, 2004[1]).
¿Todos
somos mestizos? La leyenda se va desvaneciendo y se admite y reconoce que somos
indígenas, negros, campesinos y diversos.
La ironía de Carlos Monsiváis[2]
dice que el mestizaje fue ofrecido en el melodrama, de películas y telenovelas,
como un “infelizaje”, al que pertenecían los pobres del barrio, pequeños
comerciantes, artesanos, policías y burócratas menores. En el menú
melodramático los ricos pertenecen a otro mundo, a veces malvados y otras veces
altruistas y salvadores.
En
estos predios predomina la desigualdad. Según datos de la Clacso (2010)[3],
somos la región más desigual del planeta en términos socioeconómicos, con casi
el 40 por ciento de la población viviendo en condiciones de pobreza. Eso quiere
decir que no cuentan con lo mínimo necesario para cubrir sus necesidades
esenciales.
Son
muchos los datos que verifican esta desigualdad. El mundo laboral presenta
elevadas tasas de desempleo entre los pobres, las mujeres y los jóvenes. Una buena
parte de la población ha sido excluida social y económicamente; política y
culturalmente, excluidos pues. Son desigualdades de clase, dicho en la
perspectiva marxista.
Ha
habido algunos vaivenes en las cifras de pobreza, en la última década, después de
la gestión de gobiernos populares –que algunos prefieren llamar “progresistas”-
en algunos países. Sin embargo, parafraseando a Augusto Monterroso, cuando nos
despertamos todavía nos encontramos con el dinosaurio.
Esta
desigualdad no es natural, es el resultado de tantos años de saqueo de los
recursos naturales, de la explotación de la mano de obra y del dominio más
descarado. Es el resultado de tantos años de exclusión. No es natural, se
construye, con más fuerza a partir de los años 70. Ha sido una acelerada
construcción de desigualdad, que comenzó en América Latina, en esos años 70,
con las dictaduras de Chile y Argentina. Allí comienza lo que se conoce como la
miseria planificada, que se materializa como golpe de Estado, con sus
implicaciones políticas y económicas, o como un golpe de mercado, impuesto por
grandes corporaciones transnacionales[4].
Es
una desigualdad material y simbólica. Los bienes simbólicos son todos esos
factores ligados a lo cultural, educativo y comunicacional. En este lado del planeta,
esa desigualdad se traduce en desinformación y en esas brechas digitales que
demarcan la línea que separa el mundo de los incluidos de los otros, de los que
no acceden a las tecnologías actuales de comunicación.
Y
la desigualdad se convierte en violencia y conflicto abierto y permanente, bien
porque la sociedad sigue un camino ciego, anómico, o porque surgen movimientos
y fuerzas de resistencia y de cambio de rumbo.
Son
muchos los desconectados. Aquí nos referimos a quienes se desconectan de la escuela, los beneficios
culturales, la información, entendida como bien de primera necesidad; de
Internet y de las redes; a quienes se quedan sin la posibilidad de participar
del mundo de una inclusión que significa educación, cultura, trabajo, vivienda,
hábitat, salud, deporte y recreación. Hay otros desconectados, aquellos que deciden
de manera consciente tomar prudente distancia de internet, las redes virtuales
y las tecnologías.
Hay
un nuevo escenario mediático que se caracteriza por el crecimiento constante de
las tecnologías digitales para el uso de la información y la comunicación, y al
mismo tiempo por el surgimiento de la brecha digital o simbólica. En América
Latina esta brecha se materializa en el acceso desigual a Internet, las redes
virtuales y los dispositivos tecnológicos, lo que algunos denominan los
servicios info-comunicacionales.
Esta
brecha va más allá y también se expresa en las diferencias de habilidades y de
usos de la tecnología digital. Por tanto, va más allá de tener una computadora y
el acceso a Internet. Para participar de las bondades del mundo digital se
requiere mucho más y no solo conseguir conexión con redes; también es preciso
querer y saber buscar, seleccionar, procesar y aplicar la información que se
consigue o con la que se dispone.
Hay
un segmento de personas que participan en redes como Facebook, Twiiter e
Instagram que muestran un dominio precario del idioma, les cuesta construir una
frase con sentido y no digamos que gramaticalmente bien construida. Son
personas con pobreza lexical, con un dominio reducido de palabras, un universo
cultural estrecho, en consecuencia, por mucho que se asomen a estas ventanas o
redes virtuales poco pueden comunicar y menos interpretar de lo realmente útil
que por allí se muestra o circula. En eso también se expresan las brechas
digitales y la desconexión.
Con
mucho acierto Néstor García Canclini[5],
dice que somos diferentes, desiguales, desconectados, muestra los mapas de la
interculturalidad y nos da pistas para aproximarnos a lo que somos.
Ahora,
en este tránsito del mundo digital, ¿qué tenemos en común? La lengua, la
historia, el territorio y la posibilidad de generar una comunicación que nos
una y aproxime.
Necesitamos
pensarnos como diferentes, desiguales y desconectados, para conocer los caminos
y veredas que transitamos, pero también para ensayar rutas y prácticas
transformadoras. En el mundo de la globalización depredadora no somos solos
diferentes o solos desconectados. Estas modalidades se complementan.
Más
que una sociedad de la información necesitamos levantarnos como una comunidad
con disposición y capacidad de deliberación, con la sabiduría suficiente para
seguir la ruta del buen vivir o del vivir bien. Y sobre todo necesitamos tomar
nota de lo que recomienda Boaventura de Sousa Santos, “afirmar sin ser
cómplices y criticar sin desertar”.
[1] Trigo, Pedro (2004). La cultura del
barrio, Caracas, Fundación Centro Gumilla-UCAB.
[3] Di Virgilio, María, Otero María y
Boniolo, Paula (2010). Pobreza y desigualdad en América Latina y el Caribe,
Buenos Aires, Clacso.
[4] Carta Abierta N° 23. La degradación
de la democracia, disponible en https://www.pagina12.com.ar/35071-la-degradacion-de-la-democracia. (Consulta: 2017, mayo 2)
[5] García Canclini, Néstor (2004).
Diferentes, desiguales y desconectados. Mapas de la interculturalidad,
Argentina, Gedisa
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