sábado, 28 de mayo de 2016

La crónica de la bahía

(Orlando Villalobos Finol)

Fernández, Alexis (2012). La crónica de la bahía. Memorias de Manuel Trujillo Durán, editorial Kuruvinda, Maracaibo, Venezuela.

La inventiva de Alexis Fernández nos permite asomarnos, con ojos de admiración y curiosidad, al mundo de aquella ciudad marabina de finales del siglo XIX y principios del XX.
Los hilos extraviados de lo que fuimos, como pueblo y como urbe, antecedente indispensable para saber quiénes somos y dónde estamos, desfilan en este libro “La casa de la bahía. Memorias de Manuel Trujillo Durán”. Uno a uno van apareciendo en la medida en que los retazos de ficción, de recuerdos, de fotografías y de realidad se cruzan en los caminos de ese formidable personaje llamado Manuel Trujillo Durán, genio creador pero sobretodo emprendedor, que tuvo la tenacidad y el coraje de abrirle espacio a la fotografía, a las primeras películas de cine, proyectadas en estas costas, y al periodismo que fundió en el periódico Gutenberg; tuvo el empeño y la poesía, porque ya sabemos que no todo se logra con el solo interés de querer alcanzar algo. El genio necesita de una buena dosis de intuición y de pasión.
Nos cuenta el libro que Trujillo Durán era un estudioso. Revisaba y reproducía los experimentos de Joseph Niepce, reponía los trabajos de Daguerre, recorría las enciclopedias de ciencias, de astronomía, de gramática y de filosofía.
Cuando recibió el vitascopio que le trajo Luis Manuel Méndez de Nueva York dijo: “Todos los artefactos que han caído en mis manos, los he potenciado, en algún sentido, los he mejorado, quizás los haya idealizado” (p. 91)
Este no sería la excepción. Hay que pensar la enorme expectativa que debió constituir la llegada a estas tierras de la revolución de la imagen, con sus vistas animadas. Era el principio del cine. Cuando por primera vez se anuncia la muestra del espectáculo en el Teatro Baralt, grita Aniceto Eusebio Serrano Durán a los cuatro vientos: “Llega ¡Señoras y señores! El único, el novedoso ¡vitascopio! ¡El vitascopio edisoniano! ¡Operado por el mismísimo Manuel Trujillo Durán! (…) ¡Perspectiva, sombra y movimiento! Todo en un mismo artefacto: la vida ante nuestros ojos (…) bosques, paisajes, perspectivas variadas, bailes caprichosos y fantásticos idilios, y en fin, cuanto pueda abarcar la imaginación, con la novedad de que todo aparecerá lleno de vida, de animación y con movimiento natural y continuo” (p. 93).
Toda una novedad. Los periódicos marabinos de la época El Cronista, El Avisador, La Conciencia Pública, El Tipógrafo, El Fonógrafo y Los Ecos del Zulia reseñaron la presentación en el teatro, que ocurrió el sábado 11 de julio de 1896. Esa noche, refiere Alexis Fernández, “el cielo luce despejado, Maracaibo estrena maravillosa luna nueva, los cirros semejan barcas en el puerto. Los palcos, la galería y la gallera están copados” (p. 95).
Aquella ciudad que era un gran carrusel, que tenía como eje de desplazamiento el boulevard Baralt, testimonió el nacimiento de Gutenberg, el sábado 26 de noviembre de 1910, en la imprenta de los hermanos Trujillo Durán, Manuel y Guillermo, en la calle Venezuela, Nº 6, frente al Teatro Baralt. Tenía una periodicidad diaria. El lector recibía cuatro páginas.
Estábamos ante un periódico en gran formato, que se definía como “tienda de combate desde las prensa” (p. 254). Este impreso que dejará su huella de tinta conjugaba información oportuna, buen criterio y novedosas ilustraciones, ya sea en grabados como en fotograbados, retratos, postales y viñetas. Circulaba en la ciudad, en otras ciudades venezolanas y en el extranjero. En su contenido encontramos literatura, ciencias, artes, crónicas de tribunales de comercio, del culto católico, de modas, de teatro y de salones, como se decía entonces.
La empresa era acompañada por los poetas José Ramón Yépez y Rafael Yépez Serrano. También figuran como redactores Aniceto Serrano y Octavio Hernández.
Su presencia le daba alas a Maracaibo, permitía que circulara el pensamiento y las ilusiones, la crítica y la propuesta. Estábamos en los inicios de un nuevo siglo y la palabra escrita explicaba las horas de la ciudad.
Como muestra el libro, Manuel Trujillo Durán no se conformaba con poco. Era oficioso de la carpintería, aunque sólo se reconocía como un aprendiz; fue un apasionado de la fotografía y tuvo su estudio fotográfico, frente al Teatro Baralt.  Sus trabajos fotográficos engalanan las páginas de las revistas  El Zulia Ilustrado, de Maracaibo, y El  Cojo Ilustrado, de Caracas, grandes publicaciones de su época.
Junto al pintor Julio Arraga creó el salón fotográfico Trujillo y Arraga, donde el arte fotográfico y la creación artística se dieron la mano.
Si todo lo anterior fuera poco, ya se sabe que las primeras películas realizadas en Venezuela, “Célebre especialista sacando muelas en el Gran Hotel Europa”, y “Muchachas bañándose en la laguna de Maracaibo”, estrenadas el 28 de enero de 1897 en el Teatro Baralt de Maracaibo, son de Trujillo Durán.
Fue empresario trashumante de espectáculos en Maracaibo y en otras partes. Estuvo en La Guaira, Caracas, Puerto Cabello y Valencia, Barquisimeto, San Cristóbal y Mérida, y llegó hasta Cúcuta y Bucaramanga, con sus imágenes a cuestas. Fue mucho más. Periodista, pintor y aprendiz de todo lo humano.
“La casa de la bahía” nos permite una aproximación al tráfago de la ciudad-puerto, que le tocó vivir a Manuel Trujillo Durán. Y viceversa, a través del personaje conocer de dónde venimos.
A lo largo de la obra reconocemos el protagonismo de la ciudad, y lo más importante, apreciamos a Maracaibo como escenario propicio para la puesta en escena de los inconformes y los utópicos.
Dicen que no por casualidad los primeros españoles que llegaron dijeron: “Este es el sitio, aquí se queda Maracaibo”, siguiendo la senda ya trazada por la población indígena que estaba en el lugar, justo entre el lago y la montaña, entre el Caribe y Los Andes. El lago era la vía natural que urgían para ir y venir y adentrarse en tierra firme, hacia el norte y hacia el sur.
Esta condición convirtió a la ciudad en un punto estratégico, para el tránsito del transporte desde los tiempos de la colonia; un punto de fácil acceso a las Antillas, el Caribe y a este pedazo del mundo. A finales del siglo XIX el cálculo había rendido sus frutos. El puerto de Maracaibo se había ganado un lugar en el mundo. Desde sus muelles salía la producción que bajaba de las sabanas de Carora y toda la producción agrícola y ganadera de las tierras ribereñas. Por aquí pasaban los productos que venían de Pamplona y de los campos y ciudades más cercanos a la cuenca del lago.
La ciudad que vive y experimenta Manuel Trujillo Durán, de finales del XIX y principios del XX, dependía del puerto para moverse. El intercambio comercial portuario constituía su base económica, condicionado por la facilidad del transporte más accesible: el lacustre. La vida gravitaba alrededor del puerto, de la producción agrícola que allí descargaban las piraguas y del mercado que creció a sus alrededores. Esto permitió que el suelo marabino y zuliano se distinguiera del resto de las otras Venezuelas de la época. Aquí había una sostenida actividad de exportación y de importación; los productos iban y venían, y con ellos los libros, las ideas, la prensa que llegaba de Europa y las tecnologías más recientes, como  el daguerrotipo y el vitascopio.

“La casa de la bahía” de Alexis Fernández es una obra necesaria para entender ese contexto; es valiosa porque nos permite saber de Maracaibo y de uno de sus grandes personajes, a quien no se le ha hecho suficiente justicia; es vital porque nos muestra el relato de la ciudad que no desmaya y no se rinde ante el atrevimiento del obstáculo; es recomendable su lectura y estudio, para que las nuevas generaciones, de jóvenes y de no tan jóvenes, revaloricen y sepan de nuestras andanzas pasadas y nuestros anhelos presentes.

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