(Orlando Villalobos Finol)
Fernández,
Alexis (2012). La crónica de la bahía.
Memorias de Manuel Trujillo Durán, editorial Kuruvinda, Maracaibo,
Venezuela.
La
inventiva de Alexis Fernández nos permite asomarnos, con ojos de admiración y
curiosidad, al mundo de aquella ciudad marabina de finales del siglo XIX y
principios del XX.
Los
hilos extraviados de lo que fuimos, como pueblo y como urbe, antecedente
indispensable para saber quiénes somos y dónde estamos, desfilan en este libro
“La casa de la bahía. Memorias de Manuel Trujillo Durán”. Uno a uno van
apareciendo en la medida en que los retazos de ficción, de recuerdos, de
fotografías y de realidad se cruzan en los caminos de ese formidable personaje
llamado Manuel Trujillo Durán, genio creador pero sobretodo emprendedor, que
tuvo la tenacidad y el coraje de abrirle espacio a la fotografía, a las
primeras películas de cine, proyectadas en estas costas, y al periodismo que
fundió en el periódico Gutenberg; tuvo el empeño y la poesía, porque ya sabemos
que no todo se logra con el solo interés de querer alcanzar algo. El genio
necesita de una buena dosis de intuición y de pasión.
Nos
cuenta el libro que Trujillo Durán era un estudioso. Revisaba y reproducía los
experimentos de Joseph Niepce, reponía los trabajos de Daguerre, recorría las
enciclopedias de ciencias, de astronomía, de gramática y de filosofía.
Cuando
recibió el vitascopio que le trajo Luis Manuel Méndez de Nueva York dijo:
“Todos los artefactos que han caído en mis manos, los he potenciado, en algún
sentido, los he mejorado, quizás los haya idealizado” (p. 91)
Este
no sería la excepción. Hay que pensar la enorme expectativa que debió
constituir la llegada a estas tierras de la revolución de la imagen, con sus
vistas animadas. Era el principio del cine. Cuando por primera vez se anuncia
la muestra del espectáculo en el Teatro Baralt, grita Aniceto Eusebio Serrano
Durán a los cuatro vientos: “Llega ¡Señoras y señores! El único, el novedoso
¡vitascopio! ¡El vitascopio edisoniano! ¡Operado por el mismísimo Manuel
Trujillo Durán! (…) ¡Perspectiva, sombra y movimiento! Todo en un mismo
artefacto: la vida ante nuestros ojos (…) bosques, paisajes, perspectivas
variadas, bailes caprichosos y fantásticos idilios, y en fin, cuanto pueda
abarcar la imaginación, con la novedad de que todo aparecerá lleno de vida, de
animación y con movimiento natural y continuo” (p. 93).
Toda
una novedad. Los periódicos marabinos de la época El Cronista, El Avisador, La
Conciencia Pública, El Tipógrafo, El Fonógrafo y Los Ecos del Zulia reseñaron
la presentación en el teatro, que ocurrió el sábado 11 de julio de 1896. Esa
noche, refiere Alexis Fernández, “el cielo luce despejado, Maracaibo estrena
maravillosa luna nueva, los cirros semejan barcas en el puerto. Los palcos, la
galería y la gallera están copados” (p. 95).
Aquella
ciudad que era un gran carrusel, que tenía como eje de desplazamiento el
boulevard Baralt, testimonió el nacimiento de Gutenberg, el sábado 26 de
noviembre de 1910, en la imprenta de los hermanos Trujillo Durán, Manuel y
Guillermo, en la calle Venezuela, Nº 6, frente al Teatro Baralt. Tenía una
periodicidad diaria. El lector recibía cuatro páginas.
Estábamos
ante un periódico en gran formato, que se definía como “tienda de combate desde
las prensa” (p. 254). Este impreso que dejará su huella de tinta conjugaba
información oportuna, buen criterio y novedosas ilustraciones, ya sea en
grabados como en fotograbados, retratos, postales y viñetas. Circulaba en la
ciudad, en otras ciudades venezolanas y en el extranjero. En su contenido
encontramos literatura, ciencias, artes, crónicas de tribunales de comercio,
del culto católico, de modas, de teatro y de salones, como se decía entonces.
La
empresa era acompañada por los poetas José Ramón Yépez y Rafael Yépez Serrano.
También figuran como redactores Aniceto Serrano y Octavio Hernández.
Su
presencia le daba alas a Maracaibo, permitía que circulara el pensamiento y las
ilusiones, la crítica y la propuesta. Estábamos en los inicios de un nuevo
siglo y la palabra escrita explicaba las horas de la ciudad.
Como
muestra el libro, Manuel Trujillo Durán no se conformaba con poco. Era oficioso
de la carpintería, aunque sólo se reconocía como un aprendiz; fue un apasionado
de la fotografía y tuvo su estudio fotográfico, frente al Teatro Baralt. Sus trabajos
fotográficos engalanan las páginas de las revistas El Zulia Ilustrado, de Maracaibo, y El Cojo Ilustrado, de Caracas, grandes publicaciones de su
época.
Junto
al pintor Julio Arraga creó el salón fotográfico Trujillo y Arraga, donde el
arte fotográfico y la creación artística se dieron la mano.
Si
todo lo anterior fuera poco, ya se sabe que las
primeras películas realizadas en Venezuela, “Célebre especialista sacando muelas en el
Gran Hotel Europa”, y “Muchachas bañándose en la laguna de
Maracaibo”, estrenadas el 28 de enero de 1897 en
el Teatro Baralt de Maracaibo, son de Trujillo Durán.
Fue
empresario trashumante de espectáculos en Maracaibo y en otras partes. Estuvo en La
Guaira, Caracas, Puerto Cabello y Valencia, Barquisimeto, San Cristóbal y
Mérida, y llegó hasta Cúcuta y Bucaramanga, con sus imágenes a cuestas. Fue mucho más.
Periodista, pintor y aprendiz de todo lo humano.
“La
casa de la bahía” nos permite una aproximación al tráfago de la ciudad-puerto,
que le tocó vivir a Manuel Trujillo Durán. Y viceversa, a través del personaje
conocer de dónde venimos.
A lo
largo de la obra reconocemos el protagonismo de la ciudad, y lo más importante,
apreciamos a Maracaibo como escenario propicio para la puesta en escena de los
inconformes y los utópicos.
Dicen
que no por casualidad los primeros españoles que llegaron dijeron: “Este es el
sitio, aquí se queda Maracaibo”, siguiendo la senda ya trazada por la población
indígena que estaba en el lugar, justo entre el lago y la montaña, entre el
Caribe y Los Andes. El lago era la vía natural que urgían para ir y venir y
adentrarse en tierra firme, hacia el norte y hacia el sur.
Esta
condición convirtió a la ciudad en un punto estratégico, para el tránsito del
transporte desde los tiempos de la colonia; un punto de fácil acceso a las
Antillas, el Caribe y a este pedazo del mundo. A finales del siglo XIX el
cálculo había rendido sus frutos. El puerto de Maracaibo se había ganado un
lugar en el mundo. Desde sus muelles salía la producción que bajaba de las
sabanas de Carora y toda la producción agrícola y ganadera de las tierras
ribereñas. Por aquí pasaban los productos que venían de Pamplona y de los
campos y ciudades más cercanos a la cuenca del lago.
La
ciudad que vive y experimenta Manuel Trujillo Durán, de finales del XIX y
principios del XX, dependía del puerto para moverse. El intercambio comercial
portuario constituía su base económica, condicionado por la facilidad del
transporte más accesible: el lacustre. La vida gravitaba alrededor del puerto,
de la producción agrícola que allí descargaban las piraguas y del mercado que
creció a sus alrededores. Esto permitió que el suelo marabino y zuliano se
distinguiera del resto de las otras Venezuelas de la época. Aquí había una
sostenida actividad de exportación y de importación; los productos iban y
venían, y con ellos los libros, las ideas, la prensa que llegaba de Europa y
las tecnologías más recientes, como el
daguerrotipo y el vitascopio.
“La
casa de la bahía” de Alexis Fernández es una obra necesaria para entender ese
contexto; es valiosa porque nos permite saber de Maracaibo y de uno de sus
grandes personajes, a quien no se le ha hecho suficiente justicia; es vital
porque nos muestra el relato de la ciudad que no desmaya y no se rinde ante el
atrevimiento del obstáculo; es recomendable su lectura y estudio, para que las
nuevas generaciones, de jóvenes y de no tan jóvenes, revaloricen y sepan de
nuestras andanzas pasadas y nuestros anhelos presentes.
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