miércoles, 27 de diciembre de 2017

El Padre Belandria

(Orlando Villalobos)

Se cumplen cinco años del fallecimiento de Acacio Belandria, el sacerdote jesuita que se vino al Barrio Bolívar, de Maracaibo, en 1972, a fundar comunidad, patria y esperanza. Allí vivió y permaneció casi tres décadas, hasta que en 1999 fue destinado a El Nula, en Apure, donde ejerció de párroco hasta su muerte.
En ese barrio formó organización y cosechó conciencia. Ha podido seguir la ruta acomodada de otros curas; él que se había formado con los jesuitas en Massachusets, Medellín y Caracas. Pero prefirió seguir la huella de los pobres, juntarse con el barrio y correr su suerte. En ese barrio desarrolló diversas formas de vida y organización comunitaria. Para nosotros era una referencia el trabajo del Barrio Bolívar, por su periódico popular y la creación y permanencia de la cooperativa de ahorro y consumo. Estamos hablando de los años 70 cuando eso no era común y ni siquiera era tema de conversación.
En 1987 fue nombrado párroco de otro barrio donde la lucha popular fue una bandera desde su fundación, El Manzanillo, que debe su nombre a las acciones revolucionarias que ocurrían en Cuba, contra el dictador Batista. En reconocimiento de aquellas luchas, los fundadores de esas comunidades escogieron dos nombres con mucho relieve: El Manzanillo y Sierra Maestra. Esos nombres son testimonio de que aquí siempre prevaleció la mirada que juntaba nuestra cotidianidad con lo que sucedía más allá de nuestros límites.
A pesar de ese nombramiento, Belandria siguió siendo el Padre, cooperativista y luchador del Barrio Bolívar.
Visto desde la distancia, vale el inventario de que el aporte y la siembra de gente como Belandria hicieron posible, algún tiempo después, los avances sostenidos que este pueblo tiene y sigue logrando en tiempos recientes, cuando han insurgido los consejos comunales, las comunas y un sujeto popular que dejó el anonimato y ha ido ganando terreno en la Venezuela de nuestras horas.
Un domingo, en la militancia del riesgo, lo fuimos a buscar al barrio y nos hizo saber que primero cumplía con la misa pautada y luego se reuniría con nosotros. Con él compartimos horas difíciles y espacios para la formación y la comunión, entendida como el diálogo común y la búsqueda compartida.
Era de Pregonero, estado Táchira, y contaba que un día, tendría 12 años, después de unos contactos recibió una carta donde se le decía que podía ir a Mérida, al colegio de los padres jesuitas si quería ser jesuita. Y se fue.
Era firme en sus convicciones pero sobretodo en su quehacer; juntaba su palabra solidaria con su práctica de todas las horas. Palabra y testimonio.
Su vida la registra con su palabra precisa: “Yo no he tenido que hacer mucho esfuerzo para entrar en el mundo de los pobres, porque nací y me crié en él. Mi familia nació y se crió en la Venezuela de los años 30 y 40. Era la Venezuela rural. En aquel entonces vivíamos muy pobremente, sólo que, a diferencia de la pobreza de hoy, nuestra pobreza era serena, sin angustia. Porque no es lo mismo ser pobre en un mundo de escasez, que vivir pobremente en un mundo de mucha abundancia como la que tenemos hoy. Pero ¿qué es lo que más me ha tocado mi sensibilidad de pastor? Los sufrimientos de toda índole, las angustias, la marginación, la explotación, la inseguridad, el silencio obligado, la impotencia, y el desprecio que padecen los pobres sometidos a vivir en esta sociedad. Una sociedad donde el dinero lo es todo y la persona un mero objeto. Una sociedad toda mentira, viveza, hipocresía, dominación, poder, apariencia. El hombre y la mujer pobre tienen que sobrevivir en medio de toda esa inmundicia. ¡Y sobreviven! Por eso creo en el pobre, en sus potencialidades, en sus esperanzas y en su espíritu de lucha”.




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