(Orlando Villalobos Finol)
La mejor historia de amor que escribió García Márquez cuenta los amoríos entre Fermina Daza y Florentino Ariza, “El amor en los tiempos del cólera” (1985). Desde muy jóvenes se quisieron pero no pudieron consumar sus deseos. La vida se les atravesó en el camino. A Fermina se la llevaron para un pueblo distante y se terminó casando con otro. 50 años después Florentino supo que había quedado viuda y volvió para amarla, ahora sin impedimentos. Fue un gran amor que deja una enseñanza. Los grandes amores son otros, los que se cultivan y disfrutan desde la amistad y la corazonada. Solo con la pasión desbordada no alcanza. Poco a poco se va aprendiendo que la clave no está en el deslumbramiento.
En “Amores
Perros” (2000), película mexicana de Alejandro González Iñárritu, se expone una versión contraria, terrible e
indeseable. Se mezclan los perros y los amores, en historias que se van
cruzando, entretejiendo. Octavio está enamorado de la mujer de su
hermano Ramiro. El Chivo es un delincuente que vive como un mendigo después de
abandonar a su esposa Maru. Daniel vive con una modelo, Valeria, quien pierde
una pierna en un accidente y vive desesperada por rescatar a su perro. En la
historia, los perros aparecen como parte de una trama de apuestas ilegales,
delito y maltrato animal.
El film se aproxima a un mundo de urgencias y tormentas
cotidianas. Nada es como debiera. Se vive al día, sin valores, ni proyectos.
Toda utopía está cancelada. Revela como muchas veces se vive, aunque no se
tenga idea, ni conciencia.
Dice el refrán, que cada perro es reflejo de su amo. Es
obvio que la película no propone un final feliz.
En García Márquez hay ilusión. “Amores perros” devela la locura e irracionalidad que andan sueltas.
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