(Orlando Villalobos Finol)
En un “Un lugar en el mundo” (1992) de Adolfo Aristarain, dice un personaje (Cecilia Roth): “Yo extraño más a Madrid que a Buenos Aires. Fuimos muy felices allí. No sé por qué carajo nos vinimos”. Federico Luppi, le replica con su apego a la tierra: “Nos vinimos porque nunca nos fuimos. Teníamos que volver, no había otra”.
Es el cine
nuestro latinoamericano que registra la mala hora, la desigualdad social y
política; la hazaña del que supera las dificultades y la épica del que abre
caminos.
Son las
películas, hechas a pulso y convicción, que había que hacer y mostrar. Más por
amor al arte que por obligación. Las que después rodaron por cines clubes,
pasillos y auditorios universitarios, sindicatos y barrios con cines
destartalados, como en el que yo vi la primera película. El techo eran las
estrellas y si llovía se suspendía la función.
“Fue en ese cine, ¿te acuerdas?/ En una mañana al este del Edén/
James Dean tiraba piedras/ A una Casablanca, entonces, te besé.
Aquella fue la primera vez/ Tus labios parecían de papel/ Y a la salida,
en la puerta/ Nos pidió un triste inspector nuestros carnets”, dice Luis
Eduardo Aute como homenaje al cine.
En “La
Patagonia rebelde” (1974), de Héctor Olivera, se relata la masacre de
campesinos y obreros que buscaron salir de la desgracia y mejorar la vida. En
“La lengua de las mariposas” (1999), de José Luis Cuerda, en pleno golpe de
Estado español –lo que la liturgia oficial consagra como la guerra civil- el
fanatismo hace de las suyas y liquida al maestro del pueblo, un republicano
encarnado por Fernando Fernán Gómez.
“Caín
adolescente” (1959), de Román Chalbaud, es un torbellino de bajas pasiones,
miseria y corrupción que atrapa y excluye a muchos; es la lucha entre la
inocencia y la perversidad.
En
“Pademonium, la capital del infierno” (1997), otra de Chalbaud, se narra lo
grotesco y el desbordamiento marginal en
la sociedad venezolana. En “Libertarias” (1996), de Vicente Aranda, un grupo de
milicianas anarquistas defienden ideas feministas, en medio del combate contra
el franquismo.
En “Caño
Mánamo” (1983), de Carlos Azpúrua, el mito del desarrollo queda al descubierto.
Cerraron ese caño, en el Delta del Orinoco venezolano, para
someter la naturaleza con la promesa de convertir el delta en un granero, y de
paso a Guayana, “en la clave del desarrollo de Venezuela”, y aquello devino en
la catástrofe de una mortandad de indígenas warao y la destrucción ambiental en
la zona.
El profesor Benito Díaz organizó un encuentro con maestros y
gente de la comunidad en el núcleo de la ULA, en Boconó, y me propuso que
llevara unas líneas. Pasé varios días dándole vueltas al asunto, hasta que lo
tuve claro: Caño Mánamo, que mejor. En el Centro Audiovisual de Humanidades
conseguí una copia en BHS, un formato en desuso que había que copiar como
video. Cómo nos costó. Cuando la vimos nos conmovió.
“La ley de
Herodes” (1999), de Luis Estrada, muestra como un funcionario sin historia, ni
formación, es escogido a dedo por el partido para convertirse en el presidente
municipal, algo así como un alcalde, y allí hace de la corrupción la práctica
cotidiana. “Te tocó La Ley de Herodes, o te chingas o te jodes”.
En “Los
olvidados” (1950), del estelar Luis Buñuel, aparece la vida criminal y violenta
de adolescentes y jóvenes que viven en la marginalidad.
Estas
películas -y tantas otras de nuestras pasiones- ofrecen marcos de
interpretación de los que nos toca vivir; dejan al descubierto los mitos y leyendas
que el cine predominante y hegemónico exhibe, como parte de la comunicación que
viene principalmente de Hollywood, para colonizarlos y desencaminarnos.
#Cine.
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