lunes, 5 de noviembre de 2007

Del estilo y otras pasiones terrenales

(Orlando Villalobos) Se aprende haciendo. Conozco la receta. Cuando nadie me había facultado como periodista, ni me había pasado por la cabeza que un día terminaría emborronando cuartillas hasta desfallecer, y que ese sería mi pane lucrando, me aparecí en la sala de redacción de un periódico, preguntando por la persona que pudiera decidir publicar mis primeras letras.
La sala era pequeña. Se escribía en pesadas máquinas de escribir y habría a lo sumo dos o tres redactores y un ocupadísimo jefe de redacción, el inefable Cruz Echenique, quien apenas mostró cortesía para recibir mi osadía. No me miró a la cara, pero cuatro o cinco días después, mi nombre se inflamó de tinta, a 14 puntos, en las letras más hermosas que alguna vez haya visto. Recorrí hasta el cansancio, con profunda emoción, aquellas líneas, como si se tratara de la noticia de una herencia.
Entendí la publicación como una declaración pública de amor. Me di por aludido y desde entonces casi semanalmente, con regularidad de artesano, acudía a la cita. Me presentaba a la redacción con un texto. Nadie me esperaba, pero aquello era para mi un compromiso impostergable, una palabra empeñada. Me publicaron varias docenas de artículos, pero produje muchos más. Una buena dosis completó las papeleras, seguramente, sin que nadie se apiadara de las horas que había dedicado a juntar oraciones. Cuando abría las páginas del periódico y allí estaba el escrito, ¡aleluya! era como si hubiera metido un gol, pero demasiadas veces me tocó esperar en vano. Los días se sucedían y nada, el milagro no llegaba. Ahora que hago memoria de aquellos afortunados días, me planteo un balance y el resultado es favorable.
Así, como por arte de magia, la opinión empezó a fluir y un día Echenique rompió con su indiferencia y me obsequió un verdadero regalo. Dijo: “es buena tu prosa” o algo por el estilo. De puro escucharlo quedé paralizado. Sus palabras me resultaron divinas. ¿Acaso se podía escuchar tanto? ¿Había lugar para la infinita bondad?
Mi empeño terco nunca se asustó, ni siquiera cuando no hubo tiempo para atender el tesoro que consideraba llevaba en mis alforjas.
Años después, cuando el rumbo de los días me llevó a las aguas procelosas del periodismo, ya me sabía la lección. Mis ilusiones periodísticas cabalgaban sobre una base empírica cierta. Casi era un experimentado. De tanto probar suerte como articulista, ya sabía ponerle sustantivos y emociones a las palabras.
De modo que cuando alguien me habló del estilo periodístico ya tenía comprado el boleto en ese tren, sin saberlo. Desde luego, la teoría completó el horizonte y le sacó filo a las ambiciones. Hice conciencia de lo que la porfiada ilusión, de escritor novel, me había regalado.
Por eso, cuando oigo hablar del estilo literario o periodístico comprendo que ése es un laberinto, que se aprende a recorrer a fuerza de intentarlo, dejándose seducir por los atributos, de esta tentación terrenal de aprender a moldear el pensamiento en tinta y papel. Ningún maestro, ni ningún libro, puede enseñar lo que el propio interesado devela, con paciencia y corazón, absorto en la soledad de su intento, embelesado en la maravilla de cada palabra que logra hilvanar.
A escribir aprende el que quiere, pero primero tiene que intentarlo, batirse con el demonio de la incertidumbre, y hacerlo armado hasta los dientes con una fuerza de voluntad a toda prueba y esa prueba tiene demasiados nombres: comodidad, indiferencia, desdén, traición, inconsecuencia, en fin.
El estilo no es una propiedad que se transmite, sino un don que se aprende, se moldea, a fuerza de intentarlo y de vivirlo. Si algo, si fuera el caso, se puede agradecer a un maestro es que haya ayudado a develar esa música que uno lleva por dentro, que lo acompaña a todas partes, y que no sabe como hacer para que encuentre su ideal y bendita expresión.
Ese maestro, por cierto, puede ser el más humilde, de repente el menos denso, ese no es el caso, porque su mérito está en que enseñe el método de la búsqueda, confiando en las propias fuerzas y en el talento. Cuando Albert Camus recibió el Nobel de Literatura, en l957, envió una carta a quien fuera su maestro en su infancia, en donde plantea que los esfuerzos del Sr. Germain, “su trabajo, y el corazón generoso que usted puso en ello, todavía vive en uno de sus pequeños alumnos”.
El estilo, en resumidas palabras, es uno mismo. Es esa convicción que nos permite ser auténticos siempre, en cualquier circunstancia, y no dejarnos arrastrar por la tentación, que anda suelta y nace en cualquier rincón.

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