domingo, 4 de noviembre de 2007

Maracaibo en la tarde


(Orlando Villalobos) A las tres de la tarde Maracaibo expone sus pretensiones al sol. Se bate en medio del sopor canicular. Lucha, palpita, sube y baja, sin pedir ni dar cuartel.
A esa hora cualquiera sueña con encontrarse con Sandra Bullock, justo en la plaza Baralt, para saber que existe y convencerse que no se trata de otro truco de Hollywood. Cualquiera piensa en disfrutar de la oportunidad de invitar a Laura Esquivel a tomarse un agua de coco, por los lados de la plaza de toros, para preguntarle cómo hace para atrapar a tantos lectores, con esa literatura mágica que nos ha regalado. Cualquiera busca la ocasión para escaparse de este trópico, plagado de tentaciones, de la mano de Gal Costa o de María Bethania y de sus canciones, por supuesto.
Quejas aparte, habría que reconocer que esta es tierra liberada para la imaginación. No por casualidad aquí tejieron su obra Ismael Urdaneta y Udón Pérez, encontró inspiración Manuel Trujillo Durán para poner en movimiento las primeras imágenes. Si la referencia no fuera un poquito lejana tendríamos que decir con el poeta Valera Mora, “por aquí pasó Benny Moré y le prendió candela a Los Beatles”.
En realidad, siempre me ha fascinado la pequeña historia de aquellos músicos que en los años 50, 60 y 70 pasaron por Maracaibo, dejando huellas y cenizas ardientes. Ñico Saquito, el de “María Cristina me quiere gobernar”, que vivió como ocho años aquí. “Chocolate” Armenteros, cuando no tenía nombre. Víctor Paz, uno de los trompetistas de la legendaria orquesta de Pérez Prado. Y hasta Ricardo Montaner, cuando simplemente “mataba tigres”. Esa crónica queda pendiente.
Lo cierto es que Maracaibo se presta. Dice la leyenda que aquí Domingo Alberto Rangel dio el discurso de fundación del MIR, en los sesenta. Que Fruto Vivas mostraba sus utopías, cuando le pasaban factura por sus preferencias políticas y hasta su nombre era motivo de disputas. Que Ibrahim López García fascinaba a los alumnos en sus clases, en la Facultad de Ingeniería, disertando sobre trompos, cúpulas y vuelos. Que Alí Primera, en los ochenta, se postuló como candidato a diputado y andaba por Haticos, Corito, San Jacinto y El Bajo buscando oídos receptivos para su relato de pueblo. Que Carlos Fuentes estuvo en Humanidades explicando los motivos de su “Gringo viejo”. Que Juan Luis Guerra juró que no se iba de la ciudad sin saber como eran Las Pulgas y cumplió su palabra.
A pesar de ciertos fundamentalismos de moda, por acá circulan vientos de transición y de muchas maneras suena el discurso que habla de renovar al liderazgo, desde las regiones. Hoy por hoy, este es un buen laboratorio para medir los alcances de esa corriente que busca acercar al elector con el gobernante elegido, por todas las aguas que se han agitado, desde diciembre de l993 a esta parte. Solo que la búsqueda lleva su tiempo, porque se trata de ir probando y de ir observando a quienes se les corre el maquillaje. O dicho entre nosotros, no saben, ni pueden, ir más allá de las consignas.
Desde luego, la crónica sería inconsecuente si no mostrara todas las aristas. Si no dijera que el transporte público exhibe los mejores atuendos tercermundistas. No se respetan paradas. La tarifa es la más cara del país. El usuario es vejado. Y una novedad, en algunas rutas son llevados en camiones de carga. Aquí Steven Spielberg encontraría ideales locaciones si observara como “colectores” y pasajeros van colgando de las ventanas y costados de buses.
Una extraña manía de los marabinos merece reseñarse: el casi nulo interés por la limpieza de los espacios públicos. Los depósitos reservados para los desperdicios prácticamente no se usan. A ningún conductor avisado se le ocurre situarse al lado de los autobuses en marcha, pues desde su interior lanzan conchas, papeles y latas de refresco. La costumbre se extiende hasta los vehículos particulares. Tantos años de educación, por lo visto, no enseñan de ambiente, ecología y temas afines.
De todas maneras, copiando el lenguaje promocional que emplea Corpoturismo, tenemos que decir que Maracaibo es una ciudad para vivir y morir. Para vivir de su voseo particular, inédito y motivo de orgullo; para saborear su desenfado y la capacidad retrechera de su gente; y para morir en una cola, en La Limpia, a las tres de la tarde, con el carro recalentado y con los otros choferes recordándote a tus seres queridos.

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