domingo, 4 de noviembre de 2007

Ilusión montevideana


(Orlando Villalobos) Montevideo. La ciudad es como una novela de Juan Carlos Onneti. Lo cotidiano se mezcla con la memoria histórica y despierta la imaginación. El pasado es una referencia sólida. Artigas, Lavallejas, Benedetti, Galeano, los Tupamaros, Felisberto Hernández, Florencio Sánchez, y su más grande juglar: Alfredo Zitarrosa.
En medio de su trepidante brisa gélida, la avenida 18 de Julio abre sus comercios, cafés y lo más rotundamente curioso: el número sorprendente de librerías que se multiplican de calle en calle. Allí ofrecen las últimas novedades, los libros que redescubren las actas tupamaras y los momentos gloriosos y trágicos del riesgo clandestino en la época de la dictadura militar, que no dejaba respiro; recuperan el brillo de los libros usados, que de nuevo ganan protagonismo; y proponen largas veladas con café, mate y vino, hasta las 22 horas.
La memoria sigue viva de muchas maneras. Es parte del alma montevideana. En esta placa se anuncia que aquí en este boliche se presentaron el dúo Gardel-Razzano; aquella otra, frente a la Universidad de la República, explica que desde allí salió la desafiante juventud universitaria en una marcha contra la dictadura, “una mañana de sol radiante”.
Montevideo es extrañamente urbano y amablemente pobre. Las edificaciones muestran una arquitectura que delata tiempos mejores, ahora la pátina del tiempo no perdona. Falta mantenimiento y pintura, pero sigue en pie todo lo que se levantó a pulso. No en vano ésta fue “la Suiza de América”.
Sin una gota de petróleo, Uruguay llegó a conseguir un índice de desarrollo que dejó atrás a buena parte de América Latina. En 1915 aprobó una legislación del trabajo avanzada, que incluía las ocho horas diarias de labor. En las décadas del 20 y del 30, del siglo XX, había logrado expandir la educación y cultura. La educación secundaria era la meta. Apuntalándose en la ganadería y en una incipiente industrialización, Uruguay se ufanaba del crecimiento de su clase media y de contar con una democracia sólida. A esa grandeza se unieron dos campeonatos mundiales de fútbol (1930 y 1950) y dos campeonatos olímpicos (1924 y 1928).
Pero esa prosperidad sucumbió a partir de la crisis de finales de los años 50. Los cambios en la economía internacional, en especial la formación del Mercado Común Europeo (1957) y la sustitución de la hegemonía británica por la estadounidense, dejó a las producciones exportables uruguayas a la deriva. Su tradicional mercado europeo se cerraba a sus carnes. Comenzaba el estancamiento y la disminución del ingreso.
Después, para completar el círculo de adversidades, llegó ese tenebroso periodo de dictadura militar (1974-1985), que terminó de desbaratar al orgulloso Uruguay.
Por eso hoy el montevideano muestra aquellos aires de grandeza; aunque trata de asimilarlo, todavía muchos no se han dado cuenta del descenso y por eso es demasiadas veces prepotente. Dependen del peso de la tradición y la costumbre. Pero esa prepotencia le impide ver con más claridad el presente de dificultades y todo eso deviene en decepción y pesimismo.
“Aquí no producimos nada”, dice el señor de una tienda que insiste en mostrar ropa made in Argentina. “Esto se mantiene igual y no mejora”. Una señora de unos cincuenta años o menos me explica que en Uruguay la gente de su edad ya no puede aspirar a nada y que la mayoría de los muchachos se van del país tan pronto pueden. En los cafés se habla del “Departamento 20”, para hacer referencia a los casi tres millones de uruguayos que viven en el exterior, número muy cercano a los tres millones de uruguayos que relata el censo oficial.
El contraste es evidente. Esa infraestructura urbana que debería renovar las ganas del orgullo uruguayo se desmaya ante el tamaño del pesimismo que anda suelto por la calle. El liderazgo del presidente Tabaré Vásquez pudiera y debiera ser el comienzo de una historia diferente. Como ha dicho Tabaré, “con la utopía en el corazón y los pies en la tierra”.

No hay comentarios: